Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Primera Parte: Fantine
Libro séptimo
El caso Champmathieu
Cap V : Un viaje que no va sobre ruedas.
El servicio de silla de posta de Arras a Montreuil-sur-Mer lo atendían a la sazón unos vehículos pequeños de tiempos del Imperio. Eran tales vehículos unos cabriolés de dos ruedas, tapizados por dentro de cuero leonado, con amortiguadores telescópicos y que sólo tenían dos plazas, una para el correo y otra para el pasajero. Las ruedas llevaban el arma ofensiva de esos cubos largos que mantienen a distancia a los demás carruajes y todavía se ven por las carreteras de Alemania. El baúl para la correspondencia, una caja alargada gigantesca, iba colocado detrás del cabriolé y formaba parte de la carrocería. Ese baúl iba pintando de negro, y el cabriolé de amarillo.
Esos coches, a los que no se parece en la actualidad ningún otro, tenían un no sé qué deforme y jorobado y, al verlos pasar de lejos y reptar por alguna carretera allá en el horizonte, se parecían a esos insectos a los que creo que llaman termitas y que tienen el tórax pequeño y una parte trasera muy grande. Por lo demás, corrían mucho. La silla de posta que salía de Arras todas las noches a la una, después de que pasara el correo de París, llegaba a Montreuil-sur-Mer poco antes de las cinco de la mañana.
Aquella noche, el carruaje que iba hacia Montreuil-sur-Mer por la carretera de Hesdin tuvo un enganchón, al girar en una esquina, cuando estaba entrando en la ciudad, con un tílburi pequeño del que tiraba un caballo blanco, que venía en sentido contrario y en el que no iba más que una persona, un hombre envuelto en un gabán. La rueda del tílburi recibió un impacto bastante grande. El correo le dijo a voces al hombre aquel que se parase, pero el viajero no le hizo caso y siguió su camino a trote largo.
—¡Menuda prisa del demonio lleva ese hombre! —dijo el correo.
El hombre que se apresuraba así era el mismo que acabamos de ver debatiéndose en convulsiones que movían sin lugar a dudas a compasión.
¿Dónde iba? No habría sabido decirlo. ¿Por qué corría? No lo sabía. Iba al azar, hacia delante. ¿Adónde? A Arras, seguramente; pero a lo mejor iba también a otro sitio. Caía en la cuenta de ello a ratos y se sobresaltaba. Se hundía en aquella oscuridad como en un abismo. Había algo que lo perseguía y algo que lo atraía. Lo que le pasaba por dentro, nadie podría decirlo y todo el mundo lo entenderá. ¿Qué hombre no ha penetrado al menos una vez en la vida en esa oscura caverna de lo desconocido?
Por lo demás, no había resuelto nada, no había decidido nada, no había determinado nada, no había hecho nada. Ninguna de las diligencias de su conciencia había sido definitiva. Estaba, más que nunca, como al principio.
¿Por qué iba a Arras?
Se repetía lo que ya se había dicho al reservar el cabriolé de Scaufflaire, que, fuere cual fuere el resultado, no había inconveniente alguno en ver las cosas con sus propios ojos, en valorar las cosas personalmente; que sería incluso prudente, que había que saber lo que ocurría; que era imposible decidir nada sin ver ni observar; que, visto de lejos, de todo hacía uno una montaña; que, en resumidas cuentas, cuando hubiera visto al tal Champmathieu, un infame seguramente, su conciencia sentiría gran alivio al consentir en que fuera a presidio en su lugar; que la verdad era que estarían allí Javert, y Brevet, Chenildieu y Cochepaille, aquellos antiguos presidiarios que lo habían conocido, pero que, seguramente, no lo reconocerían, ¡bah, cómo lo iban a reconocer!; que Javert distaba mucho de figurárselo; que todas las conjeturas y todas las suposiciones estaban centradas en el tal Champmathieu, y que no hay nada más empecinado que las suposiciones y las conjeturas, y que, por lo tanto, no había peligro alguno.