Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Primera Parte: Fantine
Libro cuarto
A veces encomendar es entregar
Cap III : La alondra.
Para prosperar no basta con ser mala persona. El figón iba mal.
Gracias a los cincuenta y siete francos de la viajera, Thénardier pudo librarse de un protesto y cumplir con su firma. Al mes siguiente volvieron a necesitar dinero; la mujer se llegó a París y empeñó en el monte de piedad el ajuar de Cosette por sesenta francos. En cuanto se gastaron esa cantidad, los Thénardier se acostumbraron a no ver en la niña más que a una criatura que tenían en casa por caridad y la trataron a tenor de ello. Como ya no tenía ropa, la vistieron con las faldas viejas y las camisas viejas de las niñas Thénardier, es decir, con harapos. Le dieron de comer los restos de todo el mundo, algo mejor que al perro y algo peor que al gato. Por lo demás, el gato y el perro eran sus compañeros de mesa habituales; Cosette comía con ellos debajo de la mesa en un cuenco de madera igual que el suyo.
La madre, que se había afincado, como veremos más adelante, en Montreuil-sur-Mer, escribía, o mejor dicho, mandaba que escribieran todos los meses para saber de su hija. Los Thénardier contestaban invariablemente: «Cosette está de maravilla».
Cuando transcurrieron los seis primeros meses, la madre mandó siete francos para el mes siguiente y siguió con los envíos todos los meses con bastante puntualidad. Aún no había concluido al año cuando dijo Thénardier: «¡Se creerá que nos está haciendo un favor! ¿Qué quiere que hagamos con siete francos?». Y escribió para exigir doce. La madre, a la que tenían convencida de que la niña era feliz y «se criaba bien», cedió y envió los doce francos.
Hay caracteres que no pueden querer por un lado si no odian por el otro. La Thénardier quería con pasión a sus hijas y, por eso, aborreció a la forastera. Es triste pensar que el amor de una madre pueda tener lados feos. Por muy poco lugar que ocupara en su casa Cosette, le parecía que se lo quitaba a su familia y que por culpa de esa criatura sus hijas tenían menos aire para respirar. Aquella mujer, como muchas mujeres de su categoría, tenía que gastar a diario cierta cantidad de caricias y cierta cantidad de golpes y de insultos. Si no hubiera estado Cosette, no cabe duda de que, por mucho que idolatrase a sus hijas, les habría tocado de todo; pero la forastera les sirvió para desviar los golpes. Sus hijas sólo recibieron caricias. Con cualquier gesto que hiciera, a Cosette le llovía una granizada de castigos violentos e inmerecidos. ¡Criatura débil y dulce que seguramente no entendía nada ni de este mundo ni de Dios; a quien continuamente castigaban, reñían, maltrataban, pegaban; y que veía a su lado a dos niñas como ella que vivían en un rayo de aurora!
La Thénardier era mala con Cosette; Éponine y Azelma fueron malas con ella. Los niños, a esa edad, no son sino ediciones de su madre. Sólo que en un formato más pequeño.
Pasó un año; luego, otro.
Decían en el pueblo:
—Qué buenas personas son los Thénardier. ¡Tienen poco dinero y crían a una pobre niña que dejaron abandonada en su casa!
Creían que a Cosette la había abandonado su madre.
Pero Thénardier, al enterarse por a saber qué vías turbias de que probablemente la niña era una bastarda y que la madre no podía confesarlo, exigió quince francos mensuales, diciendo que «la criatura» crecía y comía, y amenazando con mandársela. «¡A mí que no me fastidie —exclamaba— o le planto a su mocosa en medio de sus tapujos! Quiero un aumento.» La madre pagó los quince francos.
De año en año, la niña fue creciendo, y su miseria también.