Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

SEXTA PARTE

CAP V

Hasta las diez de la noche Arcadio Ivanovitch Svidrigailoff estuvo recorriendo tabernas y traktirs. Habiendo encontrado a Katia le pagó las consumaciones que quiso tomar, y lo mismo al organillero, a los mozos y a dos dependientes de comercio con los cuales tenía extraña simpatía. Había notado que estos dos jóvenes tenían la nariz ladeada, y que la de uno miraba a la derecha y la del otro a la izquierda. Finalmente se dejó llevar por ellos a un «jardín de recreo», donde pagó la entrada a todos. Este establecimiento, que ostentaba pomposamente el nombre de Waus-Hall, era un café cantante de ínfima clase. Los dependientes encontraron allí algunos «colegas» y empezaron a reñir con ellos; poco faltó para que vinieran a las manos. Svidrigailoff fué elegido como árbitro. Después de haber escuchado, durante un cuarto de hora, las recriminaciones confusas de los contendientes, creyó comprender que uno de ellos había robado una cosa, que había vendido a un judío, pero sin querer dar parte a sus camaradas del producto de aquella operación comercial. Por último, se averiguó que el objeto robado era una cucharilla de te perteneciente al Waus-Hall. La cuchara fué reconocida por los mozos del establecimiento, y la cosa hubiera acabado mal si Svidrigailoff no hubiera indemnizado a los que se quejaban. Se levantó y salió del jardín. Eran las diez. Durante toda la noche no había bebido ni una gota de vino. En el Waus-Hall se había limitado a pedir te, y eso porque allí estaba obligado a hacerse servir alguna cosa. La temperatura era sofocante, y negras nubes se amontonaban en el cielo. Próximamente a las diez estalló una violenta tempestad. Svidrigailoff llegó a su casa empapado hasta los huesos. Se encerró en su cuarto, abrió el cajón de su cómoda, sacó de él todo el dinero y desgarró dos o tres papeles. Después de haberse guardado el dinero pensó en mudarse de ropa; pero, como continuaba lloviendo, juzgó que no valía la pena; tomó el sombrero, salió sin cerrar la puerta de su habitación, y se dirigió al domicilio de Sonia.

La joven no estaba sola; tenía en derredor suyo los cuatro niños de Kapernumoff, a quienes servía el te. Sonia acogió respetuosamente al visitante, miró con sorpresa sus vestidos mojados, pero no dijo una palabra. A la vista de un extraño todos los chiquillos huyeron asustados.

Svidrigailoff se sentó cerca de la mesa e invitó a Sonia a que se sentase cerca de él. La joven se preparó tímidamente a escucharlo.

—Sofía Semenovna—empezó a decir—, quizá me vaya a América, y, como según todas las probabilidades, nos vemos por última vez, he venido a fin de arreglar algunos asuntos. ¿Ha ido usted esta tarde a casa de esa señora? Sé lo que le ha dicho usted; es inútil que me lo cuente (Sofía Semenovna hizo un movimiento de cabeza y se ruborizó). Esa gente tiene ciertos prejuicios. Por lo que hace a las hermanas de usted y a su hermano, su suerte está asegurada. El dinero que destinaba yo a cada uno de ellos, ha sido depositado por mí en manos seguras. Aquí tiene usted los recibos. Ahora, para usted, tome estos tres títulos del 5 por 100 que representan una suma de 3.000 rublos. Deseo que esto quede entre nosotros y que nadie sepa nada de ello. El dinero le es necesario, Sofía Semenovna, porque no puede usted continuar viviendo de este modo.

—Ha tenido usted tantas bondades con los huérfanos, con la difunta y conmigo—balbuceó Sonia—, que aunque apenas le haya dado a usted las gracias no crea usted que…

—Bueno, basta; basta…

—En cuanto a este dinero, Arcadio Ivanovitch, yo se lo agradezco mucho, pero no lo necesito ahora. No teniendo que pensar más que en mí, podré ir saliendo; no me considere usted ingrata porque rehuse su ofrecimiento. Puesto que es usted tan caritativo, este dinero…