Novela: Crimen y castigo
Autor: Fiódor M. Dostoievski
QUINTA PARTE
CAP III
—¡Pedro Petrovitch!—gritó—. ¡Protéjame usted! Haga comprender a esta imbécil que no tiene derecho para hablar así a una señora noble y desgraciada; que eso no está permitido. Me quejaré al gobernador general… y esa mujer tendrá que responder ante él de lo que ha dicho. En nombre de la hospitalidad que usted recibió de mi padre, venga en ayuda de mis huérfanos.
—Permítame usted, señora… permítame usted—dijo Pedro Petrovitch apartando con un ademán a la solicitante—. Como usted sabe muy bien, no he tenido el honor de conocer a su padre… Permítame usted, señora (uno de los comensales[196] se echó a reír ruidosamente); no pienso tomar parte en las continuas reyertas de usted con Amalia Ivanovna… Vengo aquí por un asunto personal… Deseo tener inmediatamente una explicación con su hijastra de usted, Sonia… Semenovna… ¿no es ése su nombre? Permítame usted que entre…
Y apartándose de Catalina Ivanovna, Pedro Petrovitch se dirigió al rincón de la sala en que se encontraba Sonia.
La viuda se quedó como clavada en su sitio. No podía comprender que Pedro Petrovitch negase haber sido huésped de su padre. Aquella hospitalidad, que no existía más que en su imaginación, se había convertido para ella en artículo de fe. Lo que principalmente la impresionó, fué el tono seco, altanero, y hasta amenazador de Ludjin. Al aparecer este último se restableció el silencio poco a poco. El pulcro y severo traje del hombre de leyes formaba contraste con la sordidez de los demás inquilinos de Amalia Ivanovna. Cada uno de ellos se daba cuenta de que sólo un motivo de gravedad excepcional podía explicar la presencia de aquel personaje en semejante sitio; todos, pues, esperaban que pasase algo. Raskolnikoff, que estaba sentado al lado de Sonia, se levantó para dejar acercarse a Pedro Petrovitch, y éste pareció no reparar en el joven.
Un instante después apareció Lebeziatnikoff; pero en lugar de entrar en la habitación permaneció en el umbral escuchando con curiosidad sin acertar a comprender al pronto de qué se trataba.
—Perdónenme ustedes que turbe su reunión; pero me veo obligado a ello por un asunto de bastante importancia—dijo Pedro Petrovitch sin dirigirse a nadie en particular—; en cuanto a mí, me agrada poder explicarme delante de una reunión numerosa. Amalia Ivanovna, ruego a usted que, como propietaria de esta casa, preste atención a la conferencia que voy a celebrar con Sonia Semenovna.
Después, dirigiéndose a la joven que estaba extremadamente pálida y bastante sorprendida, añadió:
—Sonia Semenovna, inmediatamente después de la visita de usted, he echado de menos un billete de Banco de cien rublos, que había sobre una mesa de la habitación de mi amigo Andrés Semenovitch Lebeziatnikoff. Si usted sabe lo que ha sido de ese billete y me lo dice, doy a usted, en presencia de todas estas personas, mi palabra de honor de que este asunto no tendrá consecuencias; en caso contrario, me veré obligado a recurrir a medidas muy serias, y entonces… no tendrá usted que echar la culpa a nadie sino a sí misma.
Un profundo silencio siguió a estas palabras. Hasta los niños cesaron de llorar. Sonia, mortalmente pálida, miraba a Ludjin sin acertar a responder. Parecía no haber comprendido aún. Así pasaron algunos segundos.
—Vamos, ¿qué responde usted?—preguntó Pedro Petrovitch, mirando atentamente a la joven.
—Yo no sé… no sé nada—dijo al cabo con voz débil.
—¿No? ¿Usted no sabe nada?—preguntó Ludjin, y dejó pasar nuevamente algunos segundos.
En seguida añadió con tono severo:
—Piense usted en lo que le digo, señorita; reflexione usted; quiero darle tiempo bastante…