Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

TERCERA PARTE

CAP I

Raskolnikoff se incorporó y se sentó en el diván, e invitando con una leve seña a Razumikin a que suspendiese el curso de su elocuencia consoladora, tomó la mano a su hermana y a su madre y las contempló alternativamente durante dos minutos, sin proferir palabra. Había en su mirada, impregnada de dolorosa sensibilidad, algo de fijo y de insensato. Pulkeria Alexandrovna, asustada, se echó a llorar.

Advocia Romanovna estaba pálida y le temblaba la mano que tenía entre las de su hermano.

—Vuélvete a casa con él—dijo Rodia con voz entrecortada, señalando a Razumikin—. Mañana, mañana… todo. ¿Cuándo habéis llegado?

—Esta noche—respondió Pulkeria Alexandrovna—. El tren traía mucho retraso. Pero ahora, Rodia, por nada del mundo consentiría en separarme de ti. Pasaré la noche a tu lado…

—¡No me atormentéis!—replicó Raskolnikoff con cierta irritación.

—Yo me quedaré aquí con él—saltó vivamente Razumikin—; no le dejaré ni un minuto, y que se vayan al diablo mis convidados. Que se incomoden, si quieren. Además, allí está mi tío para hacer el papel de anfitrión.

—¡Cómo agradecérselo a usted!—empezó a decir Pulkeria Alexandrovna, estrechando de nuevo las manos de Razumikin; pero su hijo le atajó la palabra.

—No puedo, no puedo…—repitió con tono irritado—; no me atormentéis más. Basta, idos; ¡no puedo!…

—Retirémonos, mamá—indicó en voz baja Dunia, inquieta—; salgamos de la habitación, por lo menos, un instante; está visto que nuestra presencia le atormenta.

—¿Será posible que no pueda estar un momento con él, después de tres años de separación?—gimió Pulkeria Alexandrovna.

—Esperad un poco—dijo Raskolnikoff—. Me interrumpís y pierdo el hilo de mis ideas… ¿Habéis visto a Ludjin?

—No, Rodia; pero ya tiene noticias de nuestra llegada. Sabemos que ha tenido la bondad de venir a verte hoy—añadió con cierta timidez Pulkeria Alexandrovna.

—Sí. Ha tenido esa bondad… Dunia, le dije a Ludjin que iba a tirarle por la escalera…

—¿Qué dices, hijo? Pero, ¿tú? ¿Tú?… No es posible—comenzó a decir la madre asustada; pero una mirada de Dunia le impidió continuar.

Advocia Romanovna, con los ojos fijos en su hermano, esperaba que éste se explicase con mayor claridad. Informadas de la querella por Anastasia, que se la había contado a su manera y según la entendió, las dos señoras se encontraban perplejas.

—Dunia—prosiguió, haciendo un esfuerzo, Raskolnikoff—, yo me opongo a ese enlace; por consiguiente, despide mañana a Ludjin y que no se vuelva a hablar más de él.

—¡Dios mío!—exclamó Pulkeria Alexandrovna.

—Hermano mío, piensa un poco en lo que dices—observó con vehemencia Dunia; pero en seguida se contuvo—. No te encuentras ahora en tu estado normal: estás fatigado—añadió con tono cariñoso.

—Que deliro, ¿no es eso? No… te engañas; quieres casarte con Ludjin por mí, pero yo rehuso ese sacrificio. Así, pues, mañana le escribes una carta rompiendo tu compromiso, me la lees a primera hora, la mandas, y asunto concluído.

—Yo no puedo hacer eso—exclamó la joven, un tanto mortificada—. ¿Con qué derecho…?

—Dunia, tú también te exaltas. Hasta mañana… ¿Pero no estás viendo?—balbuceó la madre con temor, dirigiéndose a su hija—. Vamos, vamos; será lo mejor.

—No sabe lo que se dice—exclamó Razumikin con voz que denunciaba su embriaguez—; de lo contrario, no se permitiría… Mañana será razonable… Hoy, en efecto, ha echado con cajas destempladas a ese sujeto; el buen señor se ha incomodado. Estuvo aquí perorando en pro de sus teorías. Después se marchó con las orejas gachas…