Novela: Crimen y castigo
Autor: Fiódor M. Dostoievski
SEGUNDA PARTE
CAP VI (A)
Pero en cuanto la criada hubo salido, Raskolnikoff se levantó, cerró la puerta con el picaporte y se puso las prendas que Razumikin le había llevado. Cosa extraña. De repente se trocó en tranquilidad completa el frenesí de antes y el terror pánico que el joven había sentido en los últimos días. Era aquel el primer momento de una tranquilidad extraña y repentina. Precisos y sin vacilación los movimientos del joven, denotaban una resolución enérgica. «Hoy mismo, hoy mismo», murmuraba. Comprendía, sin embargo, que estaba aún débil; pero la extrema tensión moral a que debía su calma, le daban seguridad y confianza; no quería caerse en la calle. Después de haberse vestido por completo, miró el dinero colocado sobre la mesa, reflexionó un poco y se lo metió en el bolsillo.
La cantidad subía a veinticinco rublos. Tomó también todas las monedas de cobre que quedaban de los diez rublos gastados por Razumikin, abrió suavemente la puerta, salió de su habitación y bajó la escalera. Al pasar por delante de la cocina, cuya puerta estaba abierta de par en par, echó una ojeada. Anastasia estaba vuelta de espaldas, ocupada en soplar el samovar de la patrona y no le vió. Por otra parte, ¿quién hubiera podido prever esta fuga? Un instante después estaba en la calle.
Eran las ocho y se había puesto el sol. Aunque la atmósfera era sofocante como el día anterior, Raskolnikoff respiraba con avidez el aire polvoriento emponzoñado por las exhalaciones mefíticas de la gran ciudad. Sentía algunos ligeros vahídos; sus ojos inflamados, su rostro delgado y lívido expresaban salvaje energía. No sabía dónde ir ni tampoco le preocupaba; sabía solamente que era preciso acabar con «aquella historia»; pero de repente y en seguida; que de otro modo no entraría en su casa. «Porque no quería vivir así.» ¿Cómo acabar? No lo sabía y hacía esfuerzos para desechar esta pregunta que le atormentaba. Sólo comprendía que era menester cambiase todo de una manera o de otra, «cueste lo que cueste», repetía con desesperada resolución.
Siguiendo una antigua costumbre se dirigió al Mercado del Heno. Antes de llegar vió en la calzada, frente a una tiendecilla, a un organillero joven, de cabellos negros, que tocaba una melodía muy sentimental. El músico acompañaba con su instrumento a una joven de quince años, que estaba de pie en la acera. La muchacha, vestida como una señorita, llevaba crinolina, manteleta, guantes, chal y sombrero de paja, adornado con una pluma encarnada, todo viejo y arrugado. Con voz cascada, pero bastante fuerte y agradable, cantaba una romanza, esperando que en la tienda le diesen un par de kopeks. Dos o tres personas se habían detenido; Raskolnikoff hizo como ellas, y después de haber escuchado un momento, sacó del bolsillo un piatak y lo puso en la mano de la joven. La muchacha cortó en seco su canto en la nota más alta y conmovedora—. ¡Basta!—gritó la cantora a su compañero y ambos se dirigieron a la tienda de al lado.
—¿Le gustan a usted las canciones de las calles?—preguntó bruscamente Raskolnikoff a un transeunte, ya de cierta edad, que había estado oyendo a su lado a los músicos callejeros y que parecía un paseante desocupado.
El interrogado miró con sorpresa al que le dirigía esta pregunta.
—Yo—prosiguió Raskolnikoff (al verle se hubiera creído que hablaba de otra cosa que de la música de las calles)—, yo gusto de oír cantar al compás del organillo, sobre todo en una tarde fría, sombría y húmeda de otoño, principalmente húmeda, cuando todos los transeuntes tienen cara verdosa o enfermiza, o mejor aún, cuando la nieve cae verticalmente, sin que el viento le desparrame y cuando las luces brillan al través de las nubes…
—Yo no sé. Usted me dispense—balbuceó el señor, aterrado de la pregunta y del extraño aspecto de Raskolnikoff…