La Divina comedia del PARAISO
Libro de Dante Alighieri
CANTO DECIMOCUARTO
EL agua contenida en un vaso redondo se mueve del centro a la circunferencia o de ésta al centro, según que la agiten por dentro o por fuera. Ocurrióseme de pronto esto que digo en cuanto calló el alma gloriosa de Santo Tomás, por la semejanza que nacía de sus palabras y de las de Beatriz, a quien plugo decir, después de aquél:
—Este necesita, aunque no os lo indique ni con la voz ni con el pensamiento, llegar a la raíz de otra verdad. Decidle si la luz con que se adorna vuestra substancia permanecerá con vosotros eternamente tal como es ahora; y si así es, decidle cómo podrá suceder que no os ofenda la vista cuando os rehagáis visiblemente.
Así como en un arranque de alegría los que dan vueltas danzando elevan la voz y manifiestan en sus gestos su regocijo, del mismo modo, ante aquel ruego piadoso y expresivo, los santos círculos demostraron nuevo gozo en su danza y en su admirable canto. El que se lamenta de que haya de morir aquí abajo para vivir después en el cielo, no ha visto el placer que la lluvia eterna de la sacrosanta luz produce en los bienaventurados. Aquel uno y dos y tres que vive siempre, y siempre reina en tres y dos y uno, no circunscrito y circunscribiéndolo todo, era cantado tres veces por cada uno de aquellos espíritus con tal melodía, que oírlos sería justa recompensa para todo mérito. Yo oí en la luz más resplandeciente del menor círculo una voz modesta,[145] quizá como la del Angel al dirigirse a María que respondió:
—Mientras dure la fiesta del Paraíso, otro tanto tiempo irradiará nuestro amor en torno de nuestra vestidura. Su claridad corresponde al ardor que nos inflama; el ardor, a nuestras celestiales visiones; y éstas son tanto más claras, cuanto mayor es la gracia que cada uno tiene según su valor. Cuando nos revistamos de la carne gloriosa y santa, nuestra persona será mucho más grata a Dios y a nosotros, porque estará completa: entonces se aumentará lo que de su gratuita luz nos da el Sumo Bien, luz que nos permite contemplarle; y entonces deberá aumentarse también nuestra santa visión, el ardor que ésta produce y el rayo que del ardor desciende; pero así como el carbón que origina la llama la sobrepuja en deslumbrante blancura, de tal modo que aparece en medio de ella, de igual suerte este fulgor que ya nos rodea, será vencido en apariencia por la carne, que todavía está cubierta por la tierra; y un esplendor tan grande no podrá ofendernos, porque los órganos del cuerpo serán bastante fuertes para todo lo que pueda deleitarnos.
Uno y otro coro me parecieron tan prontos y unánimes en decir «Amén,» que manifestaron bien claramente el deseo de revestir sus cuerpos mortales; no por ellos quizá, sino por sus madres, por sus padres, y por los demás seres que les fueron queridos antes de convertirse en sempiternas llamas. Y he aquí que en derredor de tales claridades nació una nueva luz sobre la que allí había, semejante a un horizonte luminoso; y así como al anochecer empiezan a entreverse en el Cielo nuevas apariciones, que parecen ser y no ser, así me pareció empezar a ver allí nuevas substancias. ¡Oh verdadero centelleo del Espíritu Santo! ¡Cuán brillante se presentó de improviso a mis ojos que, vencidos, no pudieron soportarlo! Pero se me mostró Beatriz tan bella y sonriente, que a su aspecto hubo de quedar esta visión entre las demás que no he podido retener en la memoria: entonces mis ojos recobraron fuerzas para alzarse de nuevo, y me vi transportado a mayor gloria sólo con mi Dama…»