Divina comedia
Libro de Dante Alighieri
CANTO CUARTO
INTERRUMPIO mi profundo sueño un trueno tan fuerte, que me estremecí como hombre a quien se despierta a la fuerza: me levanté, y dirigiendo una mirada en derredor mío, fijé la vista para reconocer el lugar donde me hallaba. Vime junto al borde del triste valle, abismo de dolor, en que resuenan infinitos ayes, semejantes a truenos. El abismo era tan profundo, obscuro y nebuloso, que en vano fijaba mis ojos en su fondo, pues no distinguía cosa alguna.
—Ahora descendamos allá abajo, al tenebroso mundo—me dijo el poeta muy pálido—: yo iré el primero; tú el segundo.
Yo, que había advertido su palidez, le respondí:
—¿Cómo he de ir yo, si tú, que sueles desvanecer mis incertidumbres, te atemorizas?
Y él repuso:
—La angustia de los desgraciados que están ahí bajo, refleja en mi rostro una piedad que tú tomas por terror. Vamos, pues; que la longitud del camino exige que nos apresuremos.
Y sin decir más, penetró y me hizo entrar en el primer círculo que rodea el abismo. Allí, según pude advertir, no se oían quejas, sino sólo suspiros, que hacían temblar la eterna bóveda, y que procedían de la pena sin tormento de una inmensa multitud de hombres, mujeres y niños. El buen Maestro me dijo:
—¿No me preguntas qué espíritus son los que estamos viendo? Quiero, pues, que sepas, antes de seguir adelante, que éstos no pecaron; y si contrajeron en su vida algunos méritos, no es bastante, pues no recibieron el agua del bautismo, que es la puerta de la Fe que forma tu creencia. Y si vivieron antes del cristianismo, no adoraron a Dios como debían: yo también soy uno de ellos. Por tal falta, y no por otra culpa, estamos condenados, consistiendo nuestra pena en vivir con el deseo sin esperanza.
Un gran dolor afligió mi corazón cuando oí esto, porque conocí personas de mucho valor que estaban suspensas en el Limbo.
—Dime, Maestro y señor mío—le pregunté para afirmarme más en esta Fe que triunfa de todo error;—¿alguna de esas almas ha podido, bien por sus méritos o por los de otros, salir del Limbo y alcanzar la bienaventuranza?
Y él, que comprendió mis palabras encubiertas y obscuras, repuso:
—Yo era recién llegado a este sitio, cuando vi venir a un Sér poderoso, coronado con la señal de la victoria. Hizo salir de aquí el alma del primer padre, y la de Abel su hijo, y la de Noé; la del legislador Moisés, tan obediente; la del patriarca Abraham, y la del rey David; a Israel, con su padre y con sus hijos, y a Raquel por quien aquél hizo tanto,[5] y a otros muchos, a quienes otorgó la bienaventuranza; pues debes saber que, antes de ellos, no se salvaban las almas humanas.
Mientras así hablaba, no dejábamos de andar; pero seguíamos atravesando siempre la selva, esto es, la selva que formaban los espíritus apiñados. Aun no estábamos muy lejos de la entrada del abismo, cuando vi un resplandor que triunfaba del hemisferio de las tinieblas: nos encontrábamos todavía a bastante distancia, pero no a tanta que no pudiera yo distinguir que aquel sitio estaba ocupado por personas dignas.
—Oh tú, que honras toda ciencia y todo arte, ¿quiénes son ésos, cuyo valimiento debe ser tanto, que así están separados de los demás?
Y él a mí: