EL RESUCITADO

Crónica de la época del trigésimo segundo virrey

A principios del actual siglo existía en la Recolección de los descalzos un octogenario de austera virtud y que vestía el hábito de hermano lego. El pueblo, que amaba mucho al humilde monje, conocíalo sólo con el nombre de el Resucitado. Y he aquí la auténtica y sencilla tradición que sobre él ha llegado hasta nosotros.

I

En el año de los tres sietes (número apocalíptico y famoso por la importancia de los sucesos que se realizaron en América) presentóse un día en el hospital de San Andrés un hombre que frisaba en los cuarenta agostos, pidiendo ser medicinado en el santo asilo. Desde el primer momento los médicos opinaron que la dolencia del enfermo era mortal, y le previnieron que alistase el bagaje para pasar a mundo mejor.

Sin inmutarse oyó nuestro individuo el fatal dictamen, y después de recibir los auxilios espirituales o de tener el práctico a bordo, como decía un marino, llamó a Gil Paz, ecónomo del hospital, y díjole, sobre poco más o menos:

—Hace quince años que vine de España, donde no dejo deudos, pues soy un pobre expósito. Mi existencia en Indias ha sido la del que honradamente busca el pan por medio del trabajo; pero con tan aviesa fortuna que todo mi caudal, fruto de mil privaciones y fatigas, apenas pasa de cien onzas de oro que encontrará vuesa merced en un cincho que llevo al cuerpo. Si como creen los físicos, y yo con ellos, su Divina Majestad es servida llamarme a su presencia, lego a vuesamerced mi dinero para que lo goce, pidiéndole únicamente que vista mi cadáver con una buena mortaja del seráfico padre San Francisco, y pague algunas misas en sufragio de mi alma pecadora.

Don Gil juró por todos los santos del calendario cumplir religiosamente con los deseos del moribundo, y que no sólo tendría mortaja y misas, sino un decente funeral. Consolado así el enfermo, pensó que lo mejor que le quedaba por hacer era morirse cuanto antes; y aquella misma noche empezaron a enfriársele las extremidades, y a las cinco de la madrugada era alma de la otra vida.

Inmediatamente pasaron las peluconas al bolsillo del ecónomo, que era un avaro más ruin que la encarnación de la avaricia. Hasta su nombre revela lo menguado del sujeto: ¡¡Gil Paz!! No es posible ser más tacaño de letras ni gastar menos tinta para una firma.

Por entonces no existía aún en Lima el cementerio general, que, como es sabido, se inauguró el martes 31 de mayo de 1808; y aquí es curioso consignar que el primer cadáver que se sepultó en nuestra necrópolis al día siguiente fué el de un pobre de solemnidad llamado Matías Isurriaga, quien, cayéndose de un andamio sobre el cual trabajaba como albañil, se hizo tortilla en el atrio.