Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro sexto
La noche en blanco
Cap IV : Immortale jecur.
Se reanudó la antigua lucha, tremenda, varias de cuyas fases hemos presenciado ya.
Jacob sólo luchó con el ángel una noche. Cuántas veces, ¡ay!, hemos visto a Jean Valjean a brazo partido en las tinieblas con su conciencia y luchando desesperadamente con ella.
¡Lucha inaudita! Hay momentos en que el pie resbala; en otros, se hunde el suelo. ¡Cuántas veces lo había oprimido y agobiado esa conciencia empecinada en el bien! ¡Cuántas veces le había puesto la rodilla en el pecho la verdad inexorable! ¡Cuántas veces, derribado por la luz, le había pedido clemencia a voces! ¡Cuántas veces esa luz implacable que el obispo había encendido en él y sobre él lo había alumbrado a la fuerza cuando lo que deseaba era que lo cegase! ¡Cuántas veces había vuelto a levantarse en el combate, se había aferrado a la roca, había apoyado las espaldas en el sofisma, se había arrastrado por el polvo, tan pronto derribando a su conciencia y aplastándola con su peso como cayendo derribado por ella! Cuántas veces, tras un equívoco, tras un razonamiento traidor y especioso del egoísmo oyó a su conciencia gritarle al oído: ¡Zancadilla! ¡Miserable! ¡Cuántas veces su mente, refractaria, había exhalado un estertor convulso ante la evidencia del deber! Resistencia a Dios. Sudores fúnebres. ¡Cuántas heridas secretas que sólo él notaba cómo sangraban! ¡Cuántas desolladuras en su mísera existencia! ¡Cuántas veces se había vuelto a levantar ensangrentado, magullado, postrado, más lúcido, con la desesperación en el corazón y la serenidad en el alma! Y, vencido, se sentía vencedor. Y, tras haberlo dislocado, atenazado y quebrantado, su conciencia, de pie y poniéndole el pie encima, temible, luminosa, tranquila, le decía: ¡Y ahora ve en paz!
Pero, al salir de tan sombría lucha, qué paz, ¡ay!, tan lúgubre.
Esa noche, no obstante, Jean Valjean notó que estaba riñendo el último combate.
Tenía ante sí una pregunta cruel.
Las predestinaciones no caminan recto, no se desarrollan como una avenida rectilínea ante el predestinado; tienen callejones sin salida, intestinos ciegos, revueltas oscuras, encrucijadas inquietantes que brindan varios caminos. Jean Valjean estaba parado, en esos momentos, en la más peligrosa de esas encrucijadas.
Había llegado al cruce supremo del bien y del mal. Tenía ante la vista esa tenebrosa intersección. También en esta ocasión, como ya le había sucedido en otras peripecias dolorosas, se abrían ante él dos caminos: uno, tentador; el otro, espantoso. ¿Por cuál tirar?
El que infundía temor, ése era el que aconsejaba el misterioso dedo indicador que vemos todos cada vez que clavamos los ojos en la sombra.
Jean Valjean tenía que escoger una vez más entre el puerto aterrador y la trampa risueña.
¿Es, pues, cierto que el alma tiene cura, pero la suerte, no? ¡Qué cosa tan espantosa! ¡Un destino incurable!
Ésta era la pregunta que se le presentaba: