Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro decimoquinto
La calle de L’Homme-Armé
Cap III : Mientras Cosette y Toussaint duermen.
Jean Valjean se volvió a su casa con la carta de Marius.
Subió las escaleras a tientas, satisfecho de aquella oscuridad como el búho que se ha hecho con su presa; abrió y cerró la puerta sin ruido; aguzó el oído por si se oía algo; comprobó que, según las apariencias, Cosette y Toussaint estaban durmiendo; metió en la botella del mechero Fumade dos o tres cerillas antes de conseguir que prendiera, de tanto como le temblaba la mano; lo que acababa de hacer era hasta cierto punto un robo. Por fin consiguió encender la vela, se puso de codos en la mesa, desdobló el papel y lo leyó.
Cuando alguien padece una emoción violenta, no lee, sino que derriba el papel, como quien dice, lo estruja como a una víctima, lo arruga, le clava las uñas de la ira o las del júbilo; va corriendo a las últimas líneas, brinca hasta las primeras; le presta una atención febril que entiende lo esencial por encima; se aferra a un punto y todo lo demás se desvanece. En la nota que le enviaba Marius a Cosette, Jean Valjean sólo vio estas palabras:
«…Voy a morir… Cuando leas esto, mi alma estará a tu lado…».
Al ver esas dos líneas, lo deslumbró un fogonazo horrible; la nueva emoción que lo embargaba lo dejó anonadado por unos momentos; miraba la nota de Marius con una especie de embriaguez asombrada; tenía ante la vista este esplendor: la muerte del ser odiado.
Soltó en su fuero interno un grito espantoso de alegría. Así que ya había concluido todo. El desenlace llegaba antes de lo que se hubiera atrevido a esperar. Esa persona que se interponía en su destino iba a desaparecer. Se iba espontáneamente, libremente, por voluntad propia. Sin que él, Jean Valjean, hubiera intervenido para nada, sin que tuviera culpa alguna, «ese hombre» iba a morir. Quizá incluso había muerto ya. Al llegar a este punto, hizo unos cálculos febriles: no, todavía no estaba muerto. Estaba claro que la carta se había escrito para que Cosette la leyese a la mañana siguiente; después de las dos descargas que habían sonado entre las once y la medianoche no había habido más; la barricada no la atacarían en serio hasta que despuntase el día; pero qué más daba, si «ese hombre» está metido en esta guerra, está perdido, atrapado en sus engranajes. Jean Valjean se sentía liberado. Volvería a quedarse a solas con Cosette. Se acababa la competencia; el futuro volvía a empezar. Bastaba con que se guardase esa nota en el bolsillo. Cosette no se enteraría nunca de qué había sido de «ese hombre». «Basta con dejar que las cosas sucedan. Este hombre no puede librarse. Si todavía no está muerto, va a morir, seguro. ¡Qué felicidad!»
Tras decirse todo eso para sus adentros, volvió a la adustez.
Luego bajó y despertó al portero.
Transcurrida más o menos una hora, Jean Valjean salió vestido de arriba abajo de guardia nacional y armado. El portero no había tenido dificultad para conseguirle en el vecindario lo preciso para completar el equipo. Llevaba un fusil cargado y una cartuchera repleta de cartuchos. Se encaminó hacia el Mercado Central.