Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro noveno
¿Dónde van?
Cap II : Marius.
Marius se había ido desconsolado de casa del señor Gillenormand. Había entrado en ella con una esperanza muy pequeña; salía con una desesperación inmensa.
Por lo demás, y quienes hayan estudiado las iniciaciones del corazón humano lo entenderán, el lancero, el oficial, el zángano, el primo Théodule no le había dejado sombra alguna en el ánimo. Ni la mínima sombra. Un poeta dramático podría aparentemente esperar algunas complicaciones de esa revelación a quemarropa que le había hecho al abuelo al nieto. Pero lo que con ello ganaría el drama lo perdería la verdad. Marius estaba en esa edad en que, en lo referido al mal, nada crees; más adelante llega la edad en que lo crees todo. Las sospechas no son sino arrugas. En la primera juventud no hay arrugas. Lo que trastorna a Otelo le resbala a Candide. ¡Sospechar de Cosette! Había multitud de crímenes que Marius habría cometido con mayor facilidad.
Echó a andar por las calles, que es el recurso de quienes padecen. No pensó en nada que pudiera recordar. A las dos de la mañana volvió a casa de Courfeyrac y se desplomó sin desnudarse en el colchón. Ya estaba alto el sol cuando se quedó dormido con ese sueño espantoso y pesado que deja que las ideas vayan y vengan por el cerebro. Cuando se despertó, vio de pie en la habitación, con el sombrero calado, a punto de salir y muy atareados, a Courfeyrac, Enjolras, Feuilly y Combeferre.
Courfeyrac le dijo:
—¿Vienes al entierro del general Lamarque?
Le pareció que Courfeyrac hablaba en chino.
Salió poco después que ellos. Se metió en el bolsillo las pistolas que le había prestado Javert en el momento de la aventura del 3 de febrero y que seguía teniendo. Las pistolas estaban cargadas aún. Sería difícil decir qué pensamiento oscuro tenía en la cabeza cuando las cogió.
Anduvo todo el día rodando sin saber por dónde; llovía a ratos, pero no lo notaba; compró para cenar una barra de pan de cinco céntimos y se olvidó de ella. Por lo visto se dio un baño en el Sena sin tener conciencia de ello. Hay momentos en que tenemos una hoguera dentro de la cabeza. Marius se hallaba en un momento de ésos. Ya no esperaba nada, ya no temía nada; había dado ese paso desde el día anterior. Esperaba la noche con una impaciencia febril, no tenía ya sino una idea clara: que a las nueve vería a Cosette. Esta última dicha era ya todo el porvenir que le quedaba; luego, la sombra. A ratos, caminando por los bulevares más desiertos, le parecía oír en París ruidos raros. Asomaba de su ensimismamiento y decía: «¿Habrá combates?».
Al caer la noche, a las nueve en punto, como le había prometido a Cosette, estaba en la calle de Plumet. Al acercarse a la verja, lo olvidó todo. Llevaba cuarenta y ocho horas sin ver a Cosette, iba a volver a verla; se le borraron todos los demás pensamientos y no sintió ya sino una dicha inaudita y honda. Esos minutos en que vivimos siglos tienen siempre esta característica soberana y admirable: en el momento en que transcurren nos llenan por completo el corazón.