Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Primera Parte: Fantine
Libro Primero
Un justo
Cap XIII : Qué creía.
Desde el punto de vista de la ortodoxia, no es menester que sondeemos al señor obispo de Digne. Ante un alma así, sólo nos apetece el respeto. Basta con la palabra de la conciencia del justo para que la creamos. Por lo demás, hay caracteres en los que admitimos que pueden prosperar todas las bellezas de la virtud humana dentro del marco de unas creencias que no coincidan con las nuestras.
¿Qué opinaba de este dogma o de aquel misterio? De esos secretos del fuero interno de cada cual sólo sabe la intimidad del sepulcro, donde las almas entran desnudas. De lo que estamos seguros es de que nunca resolvía las dificultades de la fe con hipocresías. En el diamante no puede darse podredumbre alguna. Creía lo más que podía creer. Credo in Patrem, exclamaba con frecuencia. Y, por lo demás, sacaba de las buenas obras la cantidad necesaria de satisfacción que le basta a la conciencia y le dice a uno en voz baja: ¡estás con Dios!
De lo que creemos que debemos dejar constancia es de que, fuera de su fe, por decirlo de alguna manera, más allá de esa fe, al obispo le sobraba amor. Y por eso mismo, quia multum amavit, es por lo que les parecía vulnerable a «los hombres serios» y «las personas circunspectas», apelativos favoritos de este mundo nuestro tan triste donde la pedantería da consignas al egoísmo. ¿En que qué consistía ese exceso de amor? En una sonrisa bondadosa, que iba más allá de los hombres y, como ya indicamos anteriormente, llegaba a abarcar a las cosas. Vivía sin desdén, era indulgente con la creación de Dios. Todo hombre, incluso el mejor, alberga una dureza irreflexiva que se les reserva a los animales. En el obispo de Digne no había esa dureza, que es peculiar no obstante de muchos sacerdotes. No llegaba a ser un brahmán, pero parecía haber meditado en este dicho del Eclesiastés: «¿quién sabe dónde va el alma de los animales?». La fealdad en el aspecto y la deformidad en el instinto no lo alteraban ni lo indignaban. Lo emocionaban y casi lo enternecían. Daba la impresión de que, pensativo, iba a buscar causas, explicaciones o disculpas más allá de la vida aparente. A veces, parecía estar pidiéndole a Dios indultos. Examinaba sin ira y con la mirada del lingüista que descifra un palimpsesto todo el caos que aún se halla en la naturaleza. Esta ensoñación le arrancaba a veces frases extrañas. Una mañana estaba en su jardín y convencido de estar a solas, pero su hermana iba andando detrás de él sin que la viera; de pronto se detuvo y miró algo que había en el suelo; era una araña muy grande, negra, peluda, horrorosa. Su hermana oyó que decía:
—¡Pobre bicho! ¿Qué culpa tiene él?