Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Primera Parte: Fantine
Libro Segundo
La caída
Cap X : El hombre que se despierta.
Estaban dando, pues, las dos en el reloj de la catedral cuando Jean Valjean se despertó.
Lo que lo despertó fue que la cama era excesivamente buena. Llevaba casi veinte años sin acostarse en una cama y, aunque no se había desnudado, era una sensación demasiado nueva para no alterarle el sueño.
Había dormido más de cuatro horas. Se le había pasado el cansancio. Estaba acostumbrado a no dedicar muchas horas al descanso.
Abrió los ojos y se quedó un momento mirando, en la oscuridad, lo que tenía en torno; luego los volvió a cerrar para volver a dormirse.
Cuando han alborotado el día muchas sensaciones diversas, cuando hay cosas que tienen preocupada la mente, nos quedamos dormidos, pero no podemos volver a dormirnos. Al sueño le cuesta menos llegar que volver. Eso fue lo que le pasó a Jean Valjean. No pudo volver a dormirse y se puso a pensar.
Se hallaba en uno de esos momentos en que las ideas que tenemos en el pensamiento están turbias. Jean Valjean tenía en la cabeza algo así como un vaivén confuso. Los recuerdos antiguos y los recuerdos inmediatos flotaban, revueltos, y se cruzaban nebulosamente, perdiendo la forma, creciendo de forma desmedida y esfumándose luego de pronto como en unas aguas fangosas y turbulentas. Le acudían muchos pensamientos, pero había uno que regresaba sin cesar y que apartaba a todos los demás. Vamos a decir cuál era ese pensamiento: le habían llamado la atención los seis cubiertos de plata y el cucharón que la señora Magloire había colocado en la mesa.
Esos seis cubiertos de plata lo obsesionaban. Estaban ahí. A pocos pasos. Al cruzar el cuarto contiguo para entrar en el que estaba ahora, la anciana criada los estaba metiendo en una alacenita que había a la cabecera de la cama. Se había fijado muy bien en esa alacena. A la derecha, según se entraba desde el comedor. Eran de plata maciza. Y antigua. Por el cucharón se podían pedir por lo menos doscientos francos. El doble de lo que había ganado él en diecinueve años. Cierto es que habría ganado más si la administración no le hubiera robado.
Le anduvo oscilando el pensamiento una hora entera en fluctuaciones con las que se mezclaba, desde luego, cierta resistencia. Dieron las tres. Volvió a abrir los ojos, se incorporó bruscamente, estiró los brazos, palpó el macuto que había arrojado en el rincón de la alcoba; luego sacó las piernas, las dejó colgando, puso los pies en el suelo y, casi sin saber cómo, se encontró sentado en la cama.