Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Primera Parte: Fantine
Libro quinto
Hacia abajo
Cap II : Madeleine.
Era un hombre de unos cincuenta años, que tenía expresión preocupada y era bueno. Eso era cuanto podía decirse de él.
Merced a los rápidos progresos de aquella industria que había renovado de forma tan admirable, Montreuil-sur-Mer se había convertido en un centro de negocios de envergadura. España, donde se usa mucho el azabache artificial, hacía anualmente pedidos enormes. En aquel ramo del comercio, Montreuil-sur-Mer le hacía casi la competencia a Londres y a Berlín. Los beneficios de Madeleine eran tales que ya en el segundo año pudo edificar una fábrica grande en la que había dos talleres muy amplios, uno para los hombres y otro para las mujeres. Todo el que pasara hambre podía presentarse con la seguridad de hallar trabajo y pan. Madeleine pedía a los hombres que fueran de buena voluntad; a las mujeres, que fueran de costumbres honestas; y a todos les pedía probidad. Había dividido los talleres para que ambos sexos estuvieran separados y que las mujeres pudieran seguir siendo virtuosas. En ese punto era inflexible. Era el único en que era hasta cierto punto intolerante. Tenía tanto más motivo para esa severidad cuanto que Montreuil-sur-Mer era una ciudad de guarnición y abundaban las ocasiones para corromperse. Por lo demás, su llegada había sido una bendición, y su presencia era providencial. Antes de que llegase Madeleine, todo languidecía en la comarca: ahora todo estaba vivo con la vida sana del trabajo. Una circulación vigorosa lo caldeaba todo y penetraba por doquier. El paro y la miseria eran algo desconocido. No había bolsillo tan sombrío que no hubiera en él algo de dinero, ni hogar tan pobre que no hubiera en él algo de alegría.
Madeleine daba trabajo a todo el mundo. Sólo exigía una cosa: hombres honrados y mujeres honestas.
Como ya hemos dicho, con aquella actividad de la que era causa y eje, Madeleine se había enriquecido, pero, hecho bastante singular en un simple comerciante, no parecía ser ésa su principal preocupación. Daba la impresión de que pensaba mucho en los demás y muy poco en sí mismo. En 1820, se sabía que tenía seiscientos treinta mil francos a su nombre en la banca Laffitte; pero, antes de reservar para sí esos seiscientos treinta mil francos, se había gastado más de un millón en la ciudad y en los pobres.
El hospital tenía muy poca dotación; él dotó diez camas. Montreuil-sur-Mer se dividía en Montreuil de arriba y Montreuil de abajo. En Montreuil de abajo, que era donde vivía, no había más que una escuela, una casucha de mala muerte que se estaba viniendo abajo; construyó dos, una de chicas y otra de chicos. Pagaba de su bolsillo a ambos maestros una indemnización que era el doble de los parcos emolumentos oficiales, y un día le dijo a alguien que manifestó extrañeza: «Los dos funcionarios más importantes del Estado son el ama de cría y el maestro de escuela». Dotó una sala de asilo, cosa a la sazón casi desconocida en Francia, y una caja de ayuda para los obreros viejos e inválidos. Como su manufactura era un foco, a su alrededor creció enseguida un barrio nuevo donde había no pocas familias indigentes; abrió una farmacia gratuita.