Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Primera Parte: Fantine
Libro séptimo
El caso Champmathieu
Cap VI : Sor Simplice puesta a prueba.
Entretanto, en aquel preciso momento, Fantine estaba alegre.
Había pasado muy mala noche. Tos espantosa, subida de la fiebre; tuvo sueños. Por la mañana, cuando pasó el médico, deliraba. Éste pareció alarmado y pidió que lo avisaran en cuanto llegase el señor Madeleine.
Fantine estuvo taciturna toda la mañana y les hizo dobleces a las sábanas susurrando en voz baja cuentas que parecían ser cálculos de distancias. Tenía la mirada fija y los ojos hundidos. Parecían casi apagados y, luego, a ratos, se encendían y resplandecían como estrellas. Por lo visto, cuando está próxima cierta hora sombría, a quienes está abandonando la claridad de la tierra los colma la claridad del cielo.
Siempre que le preguntaba sor Simplice cómo estaba, respondía: «Bien. Querría ver al señor Madeleine».
Pocos meses antes, cuando Fantine acababa de perder el último pudor, la última vergüenza y la última alegría, era la sombra de sí misma; ahora era el espectro. El daño físico había completado la obra del daño moral. Aquella criatura de veinticinco años tenía la frente arrugada, las mejillas fláccidas, las ventanas de la nariz apretadas, los dientes desencarnados, el cutis plomizo, el cuello huesudo, las clavículas salientes, los miembros encanijados, la piel terrosa y entre el pelo rubio le crecían canas grises. ¡Ay, cómo se las apaña la enfermedad para improvisar la vejez!
A mediodía, volvió el médico, recetó unas cuantas cosas, preguntó si el señor alcalde había aparecido por la enfermería y movió la cabeza.
El señor Madeleine solía ir a las tres a ver a la enferma. Como la puntualidad era bondad, era puntual.
A eso de las dos y media, Fantine empezó a ponerse nerviosa. En veinte minutos le preguntó más de diez veces a la monja: «¿Qué hora es, hermana?».
Dieron las tres. Con la tercera campanada, Fantine se incorporó y se sentó, ella que normalmente apenas si podía moverse en la cama; unió con algo parecido a un apretón convulso las manos descarnadas y amarillas, y la monja oyó que le salía del pecho uno de esos hondos suspiros que parecen sacudirse un agobio. Luego Fantine se volvió y miró hacia la puerta.
No entró nadie; la puerta no se abrió.
Se quedó así un cuarto de hora, con la vista clavada en la puerta, quieta y como conteniendo al aliento. La monja no se atrevía a hablarle. Dio el cuarto de las tres en la iglesia. Fantine volvió a desplomarse en la almohada.
No dijo nada y volvió a hacerles dobleces a las sábanas.
Dio la media; luego la hora. No vino nadie. Cada vez que sonaba el reloj, Fantine se enderezaba y miraba hacia la puerta; luego, volvía a echarse.
Se veía claramente lo que estaba pensando, pero no decía nombre alguno, no se quejaba, no acusaba a nadie. Se limitaba a toser de forma lúgubre. Hubiérase dicho que se le iba viniendo encima algo oscuro. Estaba lívida y tenía los labios azules. A ratos, sonreía.
Dieron las cinco. Entonces la monja oyó que decía muy bajito: «¡Pues si me voy a ir mañana, hace mal en no venir hoy!».
A la propia sor Simplice la extrañaba el retraso del señor Madeleine.
Pero Fantine estaba mirando el cielo de la cama. Parecía que intentaba recordar algo. De repente se puso a cantar con una voz débil como un soplo. La monja atendió. Esto era lo que cantaba Fantine:
Vamos a comprar cosas muy bonitas
cuando de paseo vayamos las dos.
Azules son los azulejos
y rosa las rosas son.
Azules son los azulejos,
a mis amores quiero yo.