Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro primero
Waterloo
Cap IXX : El campo de batalla por la noche.
Regresemos, porque este libro lo precisa, a aquel campo de batalla fatídico.
El 18 de junio de 1815 había luna llena. Aquella claridad le facilitó a Blücher la persecución encarnizada, delató las huellas de los fugitivos, entregó a aquella muchedumbre desventurada a la caballería prusiana y colaboró en la matanza. Se dan a veces en las catástrofes complacencias de la oscuridad así de trágicas.
Tras el último cañonazo, la llanura de Mont-Saint-Jean quedó desierta.
Los ingleses ocuparon el campamento de los franceses; tal es la comprobación usual de la victoria: dormir en la cama del vencido. Vivaquearon más allá de Rossomme. Los prusianos, lanzados en pos de la desbandada, llegaron más allá aún. Wellington fue al pueblo de Waterloo para redactar el parte para lord Bathurst.
Si alguna vez fue de aplicación el sic vos non vobis, fue desde luego en ese pueblo de Waterloo. Waterloo no hizo nada y se quedó a media legua de la acción. Cañonearon Mont-Saint-Jean, quemaron Hougomont, quemaron Papelotte, quemaron Plancenoit, tomaron por asalto La Haie-Sainte, La Belle-Alliance presenció el abrazo de los dos vencedores; apenas si sabe alguien esos nombres; y Waterloo, que no tuvo ni arte ni parte en la batalla, se lleva todos los honores.
No somos de esos que andan con halagos con la guerra; cuando se presenta la ocasión, le decimos las verdades que se merece. La guerra tiene hermosuras espantosas que no hemos disimulado; también tiene, hemos de reconocerlo, algunas fealdades. Una de las más sorprendentes es la rapidez con que despojan a los muertos después de la victoria. El alba que viene tras una batalla siempre se alza sobre cadáveres desnudos.
¿Quién hace tal cosa? ¿Quién mancilla el triunfo? ¿Cuál es esa repugnante mano furtiva que se cuela en el bolsillo de la victoria? ¿Quiénes son esos rateros que se dedican a sus malas artes a espaldas de la gloria? Hay filósofos, entre ellos Voltaire, que afirman que son precisamente aquellos que posibilitaron la gloria. Son los mismos, dicen, no hay recambio, los que siguen en pie desvalijan a los que cayeron. El héroe de día es vampiro de noche. Bien pensando, uno está en su derecho cuando saquea más o menos un cadáver del que es autor. Nosotros creemos que no. Cosechar laureles y robarle los zapatos a un muerto nos parece imposible que sea obra de la misma mano.
De lo que no cabe duda es de que detrás de los vencedores suelen llegar los ladrones. Pero no pongamos en entredicho al soldado, sobre todo al soldado contemporáneo.
Todo ejército lleva una cola, y ahí es donde hay que buscar a quien acusar. Seres murciélago, entre bandidos y lacayos; todas las categorías de vespertilio que engendra ese crepúsculo al que llaman la guerra, que llevan uniforme, pero no combaten; enfermos fingidos, baldados ominosos, cantineros turbios que van al trote, a veces con sus mujeres, en carritos y roban lo que luego revenden, pordioseros que se ofrecen como guías a los oficiales, mozos de campaña, merodeadores: los ejércitos de antaño —no estamos hablando de los tiempos presentes— llevaban todo eso en pos, de forma tal que, en la lengua propia, los llamaban «los zagueros». Ningún ejército, ninguna nación era responsable de esos seres; hablaban italiano e iban siguiendo a los alemanes; hablaban francés e iban siguiendo a los ingleses. Fue uno de esos miserables, un zaguero español que hablaba francés, el que mató a traición y robó al marqués de Fervacques, quien, al engañarlo su jerga picarda, lo tomó por uno de los nuestros, en el mismísimo campo de batalla la noche siguiente a la batalla de Cerisoles. Del merodeo nacía el merodeador…