Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro tercero
Queda cumplida la promesa hecha a la muerta
Cap VIII : De los inconvenientes de recibir a un pobre que a lo mejor es un rico.
Cosette no pudo por menos de mirar de reojo la muñeca grande que seguía expuesta en la juguetería; luego llamó. Se abrió la puerta. Apareció la Thénardier con una vela de sebo en la mano.
—¡Ah, eres tú, so golfa! ¡Anda y que no te lo has tomado con calma! ¡Se habrá entretenido jugando la muy bribona!
—Señora —dijo Cosette, temblando—, este señor busca habitación.
La Thénardier trocó en el acto la cara hosca por una mueca amable, un cambio a la vista del público muy propio de los posaderos, y buscó ávidamente con la mirada al recién llegado.
—¿Es este señor?
—Sí, señora —contestó el hombre, llevándose la mano al sombrero.
Los viajeros ricos no son tan educados. Aquel gesto y la inspección de la indumentaria y el equipaje del forastero, a quien pasó revista la Thénardier de una ojeada, consiguieron que se desvaneciera la mueca amable y volviera a aparecer la expresión hosca. Dijo, muy seca:
—Entre, buen hombre.
El «buen hombre» entró. La Thénardier le echó otra ojeada, se fijó en especial en la levita, que estaba de lo más tazado, y en el sombrero, algo abollado, y consultó con una inclinación de cabeza, arrugando la nariz y guiñando los ojos, a su marido, que seguía bebiendo con los carreteros. El marido contestó con ese imperceptible movimiento del dedo índice que, remachado con la mueca de sacar los labios hacia fuera, quiere decir en casos así: más pobre que las ratas. En vista de ello, la Thénardier exclamó:
—Vaya, buen hombre, ¡no sabe cuánto lo siento! Pero no me queda sitio.
—Póngame donde quiera —dijo el hombre—, en el desván o en la cuadra. Pagaré como si me diera una habitación.
—Dos francos.
—Dos francos, de acuerdo.
—Pues muy bien.
—¡Dos francos! —le dijo por lo bajo un carretero a la Thénardier—. Pero ¡si es un franco nada más!
—Son dos francos para él —contestó la Thénardier con el mismo tono de voz—. No doy posada a los pobres por menos.
—Es que —añadió el marido con todo suave— tener a gente así desprestigia el negocio.
Entretanto, el hombre, tras haber dejado en un banco el paquete y el bastón, se había sentado a una mesa encima de la cual Cosette se había apresurado a dejar una botella de vino y un vaso. El comerciante que había pedido el cubo de agua había ido personalmente a dar de beber a su caballo. Cosette había vuelto a su lugar debajo de la mesa de la cocina y a su labor de punto.
El hombre, que apenas si había humedecido los labios en el vaso de vino que se había puesto, miraba a la niña con una atención muy peculiar.
Cosette era fea. Si hubiera sido feliz, a lo mejor habría sido bonita. Ya hemos esbozado esa silueta menuda y sombría. Cosette era flaca y pálida; tenía casi ocho años y apenas si aparentaba seis. Los ojos grandes, hundidos en algo así como una sombra, estaban casi apagados a fuerza de llorar. Las comisuras de la boca tenían esa curva de la angustia habitual que suele verse en los condenados y en los enfermos desahuciados. Tenía las manos, como había intuido su madre, «perdidas de sabañones». El fuego, que la iluminaba en ese momento, resaltaba los picos salientes de los huesos y tornaba aquella delgadez espantosamente aparente. Como siempre estaba tiritando, había cogido la costumbre de apretar las rodillas. Cuanto llevaba encima eran andrajos que habrían movido a compasión en verano y causaban espanto en invierno. Todo cuanto la cubría era de lienzo y lleno de agujeros; ni un trapo de lana…