Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Segunda Parte: Cosette
Libro octavo
Los cementerios toman lo que les dan
Cap VIII : Un interrogatorio cumplido.
Una hora después, ya entrada la noche, dos hombres y una niña se presentaron en el número 62 de la calleja de Picpus. El más viejo de los hombres alzó el llamador y lo dejó caer.
Eran Fauchelevent, Jean Valjean y Cosette.
Los dos hombres habían ido a buscar a Cosette a la frutería de la calle de Le Chemin-Vert donde la había dejado Fauchelevent el día anterior. Cosette se había pasado aquellas veinticuatro horas sin entender nada y temblando en silencio. Temblaba tanto que no había llorado. Tampoco había comido, ni dormido. La buena de la frutera le hizo mil preguntas sin conseguir más respuesta que una mirada taciturna, siempre la misma. Cosette no había dejado que se le escapase nada de lo que había oído y visto en los dos últimos días. Intuía que estaban pasando por una crisis. Notaba en lo más hondo que tenía que «portarse bien». Todos estamos al tanto del poder soberano de estas tres palabras cuando se le dicen con cierta entonación al oído a una criaturita asustada: ¡No digas nada! El miedo es mudo. Por lo demás, nadie guarda un secreto tan bien como un niño.
Pero cuando, tras aquellas veinticuatro horas lúgubres, volvió a ver a Jean Valjean, soltó un grito tal de alegría que cualquiera dado a meditar que lo hubiera oído habría adivinado en aquel grito la salida de un abismo.
Fauchelevent era de la casa y sabía todas las contraseñas. Todas las puertas se abrieron.
Y así quedó resuelto el doble y tremendo problema: salir y entrar.
El portero, que había recibido instrucciones, abrió la puerta de servicio pequeña que daba del patio al jardín y que, hace veinte años, podía verse aún desde la calle, en la pared del fondo del patio, enfrente de la puerta cochera. El portero los hizo pasar a los tres por esa puerta y, desde allí, fueron al locutorio interior y reservado donde a Fauchelevent, la víspera, le había ordenado la superiora lo que tenía que hacer.
La superiora los estaba esperando con el rosario en la mano. Una madre vocal, con el velo echado por la cara, estaba de pie a su lado. Una vela discreta alumbraba, o podríamos decir casi que hacía como que alumbraba, el locutorio.
La superiora le pasó revista a Jean Valjean. No hay nada que examine mejor que la mirada baja.
Luego, le preguntó:
—¿Es usted el hermano?
—Sí, reverenda madre —contestó Fauchelevent.
—¿Cómo se llama?
—Fauchelevent contestó:
—Ultime Fauchelevent.
Había tenido, efectivamente, un hermano llamado Ultime que había muerto.
—¿De dónde es?
Fauchelevent contestó:
—De Picquigny, cerca de Amiens.
—¿Qué edad tiene?
Fauchelevent contestó:
—Cincuenta años.
—¿Qué profesión tiene?
Fauchelevent contestó:
—Jardinero.
—¿Es buen cristiano?
Fauchelevent contestó:
—Todos lo somos en la familia.
—¿Esta niña es suya?
Fauchelevent contestó:
—Sí, reverenda madre.
—¿Es usted su padre?
Fauchelevent contestó:
—Su abuelo.