Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Tercera Parte: Marius
Libro cuarto
Los amigos del A B C
Cap V : El horizonte se ensancha.
Lo admirable de esos encontronazos de mentes jóvenes es que no puede preverse nunca la chispa ni intuir el relámpago. ¿Qué saltará dentro de un rato? No se sabe. La carcajada brota del sentimentalismo. En el momento más chistoso aparece la seriedad. Los impulsos dependen de cualquier palabra. La inspiración de todos y cada uno es soberana. Basta una burla para que se le abran las puertas a lo inesperado. Son conversaciones con giros bruscos en que la perspectiva cambia de pronto. El azar es el tramoyista de esas conversaciones.
Un pensamiento serio, que brotó curiosamente de un tintineo de palabras, pasó de pronto por entre la refriega de voces en que cruzaban las espadas, en medio de la confusión, Grantaire, Bahorel, Prouvaire. Bossuet, Combeferre y Courfeyrac.
¿Cómo surge una frase en un diálogo? ¿Cómo es que destaca de repente por sí sola y capta la atención de quienes la oyen? Acabamos de decirlo: nadie lo sabe. En pleno barullo, Bossuet concluyó de pronto una interpelación cualquiera a Combeferre con esta fecha:
—18 de junio de 1815, Waterloo.
Al oír ese nombre, Waterloo, Marius, de codos en una mesa, junto a un vaso de agua, se quitó el puño de debajo de la barbilla y empezó a mirar con fijeza al auditorio.
—Por Dios que este número, el 18, es curioso y me llama la atención —exclamó Courfeyrac (pardiez se estaba ya quedando anticuado por entonces)—. Es el número fatídico de Bonaparte. Si le ponemos Luis delante y brumario detrás, entra ahí todo el destino de ese hombre, con la particularidad expresiva de que el final le pisa los talones a los comienzos.
Enjolras, que hasta el momento no había dicho nada, rompió a hablar y le dijo lo siguiente a Courfeyrac:
—Querrás decir que la expiación le pisa los talones al crimen.
Esa palabra, crimen, iba más allá de lo que podía aceptar Marius, ya muy alterado con la repentina evocación de Waterloo.
Se levantó, se acercó despacio al mapa de Francia colocado en la pared en cuya parte baja se veía una isla en un recuadro aparte, puso el dedo en ese recuadro y dijo:
—Córcega. Una isla pequeña que hizo a Francia muy grande.
Aquello fue una ráfaga gélida. Todos se quedaron callados. Se notó que era el comienzo de algo.
Bahorel, que estaba contestando a Bossuet componiendo una postura del torso a la que era aficionado, renunció a ella para atender.
Enjolras, sin fijar en nadie las pupilas azules, como si mirase al vacío, respondió sin mirar a Marius:
—Francia no necesita ninguna Córcega para ser grande. Francia es grande porque es Francia. Quia nominor leo.
Marius no mostró la menor veleidad de retroceder; se volvió hacia Enjolras y retumbó su voz con una vibración que le salía de las entrañas soliviantadas:
—¡No quiera Dios que le haga yo de menos a Francia! Pero amalgamarlos a Napoleón y a ella no es hacerle de menos. Pongamos las cosas claras. Soy un recién llegado entre vosotros, pero os confieso que me dejáis asombrado. ¿En qué punto estamos? ¿Quiénes somos? ¿Quiénes sois? ¿Quién soy? Aclaremos las cosas en lo tocante al emperador. Os oigo decir Buonaparte, recalcando la u como los monárquicos. Os advierto que mi abuelo lo hace mejor aún y dice Buonaparté. Yo creía que erais jóvenes. ¿Dónde tenéis el entusiasmo? ¿Y en qué lo usáis? ¿A quién admiráis si no admiráis al emperador? ¿Y qué más os hace falta? Si rechazáis a ese gran hombre, ¿a qué grandes hombres aceptáis? Lo tenía todo. Era completo.