Novela: Crimen y castigo
Autor: Fiódor M. Dostoievski
QUINTA PARTE
CAP V
Andrés Semenovitch tenía el rostro demudado.
—Vengo a buscar a usted, Sonia Semenovna… perdóneme usted… Esperaba encontrarle aquí—dijo bruscamente a Raskolnikoff—. Es decir, nada malo me imaginaba… no vaya usted a creer… pero precisamente pensaba… Catalina Ivanovna ha vuelto a su cuarto; está loca—dijo dirigiéndose de nuevo a Sonia.
La joven lanzó un grito.
—Por lo menos así parece. No sabemos qué hacer con ella. La han echado del sitio adonde había ido, quizá dándole golpes… Así lo hace todo suponer. Fué después al despacho del jefe de Simón Zakharitch, y no lo encontró. Comía en casa de uno de sus colegas. En seguida, ¿querrá usted creerlo? se fué al domicilio del otro general, porfiando que quería ver al jefe de su difunto esposo, que estaba sentado a la mesa. Como era natural, la echaron a la calle. Cuentan que la llenaron de injurias y aun que le tiraron no sé qué cosa a la cabeza. Es raro que no la hayan detenido. Expone ahora todos sus proyectos a todo el mundo, incluso a Amalia Ivanovna; pero es tanta su agitación, que no se puede sacar nada en claro de sus palabras. ¡Ah, sí! Dice que como no le queda ningún recurso, va a dedicarse a tocar el organillo por las calles, y que sus hijos cantarán y bailarán para solicitar la caridad de los transeuntes; que todos los días irá a colocarse bajo las ventanas de la casa del general… «Se verá—dice—a los hijos de una familia noble, pedir limosna por las calles.» Pega a los niños y les hace llorar. Enseña la Petit Ferme a Alena, y al mismo tiempo da lecciones de baile al niño y a Poletchka… Deshace sus vestidos para improvisar trajes de saltimbanquis, y, a falta de organillo, quiere llevar una cubeta para dar golpes en ella… No tolera que se le haga ninguna observación… No puede usted imaginarse cómo está.
Lebeziatnikoff hubiese hablado mucho más; pero Sonia, que le había escuchado respirando apenas, tomó el sombrero y la manteleta, y se lanzó fuera de la sala, poniéndose estas prendas conforme iba andando. Los dos jóvenes salieron detrás de ella.
—Está positivamente loca—dijo Andrés Semenovitch a Raskolnikoff—. Para no asustar a Sonia he dicho solamente que sólo parecía que lo estaba; pero no hay duda. Creo que suelen formarse tubérculos en el cerebro de los tísicos; es una lástima que yo no sepa Medicina. He tratado de convencer a Catalina Ivanovna, pero no hace caso de nadie.
—¿Le ha hablado usted de tubérculos?
—No, precisamente de tubérculos, no; claro es que no me hubiera entendido. Pero vea usted lo que yo pienso. Si con el auxilio de la lógica usted persuade a uno que no tiene motivo para llorar, no llorará. Esto es claro; ¿por qué había de continuar llorando?
—Si así fuese, la vida sería muy fácil—respondió Raskolnikoff.
Al llegar cerca de su casa saludó a Lebeziatnikoff con un movimiento de cabeza y subió a su cuarto.
Cuando estuvo en él, Raskolnikoff se dejó caer en el sofá.
Jamás había experimentado tan terrible sensación de aislamiento. Sentía de nuevo que quizá, en efecto, detestaba a Sonia, y que la detestaba después de haber contribuído a aumentar su desgracia. ¿Por qué había ido a hacerla llorar? ¿Qué necesidad tenía de emponzoñar su vida? ¡Oh cobardía!
«Estaré solo—se dijo resueltamente—, y ella no vendrá a verme en la cárcel.»
Cinco minutos después levantó la cabeza, y una idea que se le ocurrió de repente le hizo sonreír: «Quizá sea, en efecto, mejor que vaya a presidio», pensaba.
¿Cuánto tiempo duró este sueño? No pudo jamás recordarlo. Súbitamente la puerta se abrió, dando paso a Advocia Romanovna. La joven le miró como poco antes había mirado él a Sonia; después se aproximó y se sentó en una silla frente a su hermano, en el mismo sitio que la víspera…