Novela: Crimen y castigo
Autor: Fiódor M. Dostoievski
QUINTA PARTE
CAP II
Difícil sería decir con exactitud cómo había nacido en el cerebro desequilibrado de Catalina Ivanovna la idea de aquella insensata comida. Gastó, en efecto, en dicho banquete más de la mitad del dinero que le había dado Raskolnikoff para las exequias de Marmeladoff. Tal vez se creía obligada a honrar «convenientemente» la memoria de su marido, a fin de demostrar a todos los inquilinos, y especialmente a Amalia Ivanovna, que el difunto valía tanto como ellos, si era que no valía más. Quizá obedecía a ese orgullo de los pobres que en determinadas circunstancias de la vida, como bautizo, matrimonio, entierro, etc., los impulsa a sacrificar sus últimos recursos con el solo objeto de «hacer las cosas tan bien como los otros». Permitido es suponer que, en el momento mismo en que se veía reducida a la más extremada miseria, Catalina Ivanovna quería mostrar a toda aquella «gentuza», no solamente que ella sabía «vivir y recibir», sino que, hija de un coronel, educada «en una casa noble y aristocrática», no había nacido para fregar el suelo con sus propias manos y lavar por la noche la ropa de sus hijos.
Las botellas de vino no eran ni muy numerosas ni de marcas muy variadas; faltaba el Madera. Pedro Petrovitch había exagerado. Sin embargo, había aguardiente, ron, Oporto, todo de inferior calidad, pero en abundancia. El menú, preparado en la cocina de Amalia Ivanovna, comprendía, además del kutia, tres o cuatro platos, principalmente blines; además, estaban preparados dos samovars para los convidados que quisieran tomar te o ponche después de la comida. Catalina Ivanovna se ocupó por si misma en las compras, con ayuda de un inquilino de la casa, un polaco famélico, que habitaba, sabe Dios en qué condiciones, en casa de la señora Lippevechzel.
Desde el primer momento este pobre hombre se puso a disposición de la viuda, y durante treinta y seis horas no dejó de hacer recados con celo que, por otra parte, el bueno del polaco no perdía ripio para hacerlo notar. A cada instante, por la menor futesa, todo presuroso y atareado acudía a pedir instrucciones a la viuda Marmeladoff. Después de haber declarado que sin la solicitud de este «hombre servicial y magnánimo», no hubiera sabido qué hacer, Catalina Ivanovna acabó por encontrarlo absolutamente insoportable. Era propio de su carácter entusiasmarse de repente por cualquiera; le veía con los colores más brillantes y le atribuía mil méritos que sólo existían en su imaginación, pero en los cuales creía con toda buena fe. Después al entusiasmo sucedía bruscamente la desilusión, y entonces se desataba en injurias contra aquel a quien pocas horas antes había colmado de excesivas alabanzas.
Amalia Ivanovna tomó también súbita importancia a los ojos de Catalina Ivanovna; ésta delegó en ella, cuando se fué al entierro, todos sus poderes, y la señora Lippevechzel se mostró digna de esta confianza. Ella fué, en efecto, quien se encargó de preparar la mesa y de suministrar el servicio de la misma. Claro es que la vajilla, los vasos, las tazas, los tenedores, los cuchillos, prestados por los diversos inquilinos, mostraban en su rica variedad sus diversos orígenes; pero en aquel momento cada cosa estaba en su puesto. Cuando volvió a la casa mortuoria, Catalina Ivanovna pudo advertir una expresión de triunfo en el rostro de la patrona. Orgullosa de haber cumplido tan bien su misión, aquélla se pavoneaba con su traje de duelo completamente nuevo, y su gorrito adornado con lazos.
Este orgullo, por legítimo que fuese, no agradó a la viuda: «¡Como si verdaderamente no se hubiera podido poner la mesa sin Amalia Ivanovna!» El gorrito con sus lazos flamantes también le disgustó: «¡Vaya con la tonta alemana esta que no hace más que estorbar!…