Novela: Crimen y castigo
Autor: Fiódor M. Dostoievski
CUARTA PARTE
CAP V (B)
«La lección es buena—pensaba aterrado—; no es, como ayer, el gato jugando con el ratón. Sin duda, al hablarme así, no es solamente por placer de mostrarme su fuerza; es demasiado inteligente para eso. Debe de tener otro objeto. ¿Cuál es? ¡Bah! amigo mío, cuanto dices es para asustarme. No tienes pruebas, y el hombre de ayer no existe. Tratas sencillamente de desconcertarme, quieres encolerizarme y dar el gran golpe cuando me veas en ese estado; pero te engañas; pierdes el tiempo y la saliva. Mas, ¿por qué hablas con palabras encubiertas? Cuentas con la excitación de mi sistema nervioso… No, amiguito, no sucederá lo que tú piensas; sea lo que quiera lo que hayas preparado… Ahora veremos qué lazo me tiendes.»
Y se dispuso animosamente a afrontar la terrible catástrofe que preveía. De vez en cuando sentía deseos de lanzarse sobre Porfirio y de estrangularle sobre la marcha. Desde su entrada en el despacho del juez de instrucción, su principal temor era el de no poder dominar su cólera. Sentía los latidos violentos del corazón, se le secaban los labios y le brotaba espuma de ellos. Resolvió, sin embargo, callarse comprendiendo que, en su posición, el silencio era la mejor táctica. De esta suerte, en efecto, no sólo no se comprometería, sino que quizá conseguiría irritar a su enemigo y arrancarle alguna palabra imprudente. Por lo menos, tal era la esperanza de Raskolnikoff.
—No, bien veo que usted no lo cree. Supone usted que me burlo—prosiguió Porfirio, que cada vez estaba más alegre sin dejar su risita, y había reanudado sus paseos por la sala—. Tal vez tenga usted razón; me ha dado Dios una cara que despierta en los que me ven ideas cómicas; soy un bufón; pero perdone usted el lenguaje de un viejo: usted, Rodión Romanovitch, está en la flor de la juventud, y, como todos los de su edad, aprecia sobre todo la inteligencia humana. La agudeza del ingenio y las deducciones abstractas de la razón le seducen. Volviendo al caso particular del que veníamos hablando, diré a usted que es preciso contar con la realidad, con la naturaleza. Es una cosa muy importante. ¡Oh! ¡Cómo triunfa muchas veces de la habilidad! ¡Escuche usted a un viejo! Hablo seriamente, Rodión Romanovitch—al pronunciar estas palabras, el juez, que escasamente tenía treinta y cinco años, parecía, en efecto, que había envejecido de improviso; en su persona y hasta en su voz habíase producido una repentina metamorfosis—. Además, yo soy muy franco… ¿Qué le parece a usted? ¿soy o no soy franco? Creo que no se puede ser más; le confío a usted todas estas cosas sin pedirle nada en cambio. ¡Je, je, je! Pues bien—continuó—: la agudeza de ingenio es, en mi opinión, una cosa excelente; es, por decirlo así, el ornamento de la naturaleza, el consuelo de la vida, y con ella solamente parece que se puede echar la zancadilla a un pobre juez de instrucción, que, por otra parte, suele ser engañado por su propia imaginación, porque, en resumidas cuentas, es hombre. Pero la naturaleza viene en ayuda del pobre juez. En esto es en lo que no piensa la juventud, fiando demasiado en su inteligencia, la juventud que «salta por encima de todos los obstáculos», como dijo usted ayer de una manera tan fina e ingeniosa. En el caso particular de que tratamos, el culpable, yo lo admito, mentirá de una manera asombrosa; pero cuando crea que no tiene más que recoger el fruto de su habilidad, ¡paf! se desmayará en el sitio mismo en que tal accidente ha de ser objeto de mayores comentarios. Supongamos que puede explicar su desmayo por hallarse enfermo, por la atmósfera sofocante de la sala; eso no obstante, nacerán sospechas. Ha mentido de una manera asombrosa; pero no ha sabido tomar precauciones contra la naturaleza…