Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

TERCERA PARTE

CAP V (A)

Raskolnikoff entró en el despacho del juez de instrucción con la fisonomía de un hombre que hace todo lo posible para estar serio y sólo lo consigue a medias. Detrás de él entró disgustado Razumikin y más rojo que un pavo, con el semblante[128] alterado por la cólera y por la vergüenza. La figura desgarbada y la cara mohina de este mocetón eran bastante chuscas para justificar la hilaridad de su compañero. Porfirio Petrovitch, en pie en medio de la habitación, interrogaba con la mirada a los dos visitantes. Raskolnikoff se inclinó ante el dueño de la casa, cambió con él un fuerte apretón de manos y fingió hacer un violento esfuerzo para ahogar su deseo de reír, mientras que decía su nombre y clase; acababa de recobrar su sangre fría y de balbucear algunas palabras, cuando, en medio de la presentación, sus ojos se encontraron por casualidad con Razumikin, y entonces no pudo contentarse y su seriedad se trocó en una carcajada, tanto más ruidosa cuanto más comprimida. Razumikin sirvió a maravilla los propósitos de su amigo, porque aquel desatinado reír le hizo montar en cólera, lo que acabó de dar a toda la escena apariencia de franca y natural alegría.

—¡Ah, bribón!—vociferó con tan violento ademán, que derribó un veladorcito sobre el cual estaba un vaso que había contenido te.

—Señores, ¿por qué me echan ustedes a perder el mobiliario? Es un perjuicio que causan ustedes al Estado—exclamó alegremente Porfirio Petrovitch.

Raskolnikoff se reía con tantas ganas, que durante algunos momentos se olvidó de retirar la mano de la del juez de instrucción; pero hubiera sido poco natural dejarla más tiempo; así es que la separó en el momento oportuno para dar la mayor verosimilitud posible al papel que representaba.

Razumikin, por su parte, se hallaba más confuso que al principio, a causa de haber tirado el velador y roto el vaso. Después de haber contemplado con aire sombrío las consecuencias de su arrebato, se dirigió a la ventana, y allí, dando la espalda al público, se puso a mirar por ella, mas sin ver nada. Porfirio Petrovitch se reía por cortesía; pero, evidentemente, aguardaba explicaciones. En un rincón, sentado en una silla, estaba Zametoff. Al entrar los visitantes se había levantado a medias, tratando de sonreír; sin embargo, no parecía engañado por esta escena, y observaba a Raskolnikoff con curiosidad particular. Este último no había esperado encontrar allí al polizonte, y su presencia le causó una desagradable sorpresa.

«He ahí una cosa con la que no contaba»—pensó.

—Perdóneme usted, se lo suplico—dijo alto, con cortedad fingida, Raskolnikoff.

—¡Bah! Me proporcionan ustedes un placer. Han entrado de un modo tan divertido… Ese no quiere dar los buenos días—añadió Porfirio Petrovitch, indicando con un movimiento de cabeza a Razumikin.

—No sé por qué se ha enfurecido conmigo. Le he dicho solamente en la calle que se parecía a Romeo… se lo he demostrado… y no ha pasado más.

—¡Imbécil!—gritó Razumikin, sin volver la cabeza.

—Ha debido de tener motivos más graves, para tomar tan a mal una burla insignificante—observó, riendo, Porfirio Petrovitch.

—Ya pareció el juez de instrucción… Siempre investigador. ¡Todos al diablo!—replicó Razumikin, y echándose a reír y recobrando súbitamente su buen humor, se acercó a Porfirio Petrovitch—. Basta de tonterías, y a nuestro asunto. Te presento a mi amigo Rodión Romanovitch Raskolnikoff, que ha oído hablar mucho de ti y desea conocerte; tiene, además, que hablarte de una cosa. ¡Eh, Zametoff! ¿Por qué diantre estás aquí? De modo que os conocíais, ¿y desde cuándo?

«¿Qué quiere decir esto?»—se preguntó con inquietud Raskolnikoff.

La pregunta de Razumikin pareció molestar algo a Zametoff; sin embargo, se repuso en seguida…