La Divina comedia del PARAISO
Libro de Dante Alighieri
CANTO VIGESIMOSEXTO
MIENTRAS yo permanecía indeciso a causa de mi deslumbrada vista, salió la fúlgida llama que la deslumbró una voz, que llamó mi atención diciendo:
—En tanto que recobras la vista que has perdido mirándome, bueno es que hablando conmigo compenses su pérdida. Empieza, pues, y dime adónde se dirige tu alma, y persuádete de que tu vista sólo está ofuscada, pero no destruída; pues la Dama que te conduce por esta región luminosa tiene en su mirada la virtud que tuvo la mano de Ananías.
Yo dije:
—Venga tarde o temprano, según su voluntad, el remedio a mis ojos, que fueron las puertas por donde ella entró con el fuego en que me abraso. El bien que esparce la alegría en esta corte es el «alfa» y el «omega» de cuanto el amor escribe en mí, ya sea leve o fuertemente.
Aquella misma voz que había desvanecido el miedo causado por mi súbito deslumbramiento, excitó nuevamente en mí el deseo de hablar, diciendo:
—Es preciso que te limpies en una criba más fina: es preciso que digas quién dirigió tu arco hacia tal blanco.
—Los argumentos filosóficos—contesté—, y la autoridad que desciende de aquí, han debido infundirme tal amor; porque el bien, por sí mismo, apenas es conocido, enciende tanto más el amor, cuanta mayor bondad encierra. Así pues, la mente de todo el que conoce la verdad en que se funda esta prueba, debe inclinarse a amar con preferencia a ninguna otra cosa aquella esencia,[182] en la cual hay tanta ventaja, que los demás bienes existentes fuera de ella no son más que un rayo de su luz. Esa verdad la ha declarado a mi inteligencia aquel que me demuestra el primer amor de todas las substancias eternas. Me la declaran también las palabras del veraz Hacedor, que dijo a Moisés hablando de sí mismo: «Yo te mostraré reunidas en mí todas las perfecciones.» Tú también me la declaras en el principio de tu sublime anuncio, que publica en la Tierra el arcano de arriba más altamente que ningún otro.
Y yo oí:
—Por cuanto te dice la inteligencia humana, de acuerdo con la autoridad divina, reserva para Dios el mayor de tus amores. Pero dime todavía si te sientes atraído hacia él por otras cuerdas, y dime con cuantos dientes te muerde este amor.
No se me ocultó la santa intención del águila de Cristo; pues comprendí hasta dónde quería llevar mi confesión: por eso empecé a decir:
—Todos los estímulos que pueden obligar al corazón a volverse hacia Dios concurren en mi caridad; porque la existencia del mundo y mi existencia, la muerte que El sufrió para que yo viva, y lo que espera todo fiel como yo, juntamente con el conocimiento antedicho, me han sacado del piélago de los amores tortuosos, y me han puesto en la playa del recto amor. Amo las hojas que adornan todo el huerto del Hortelano eterno en la misma proporción del bien que aquél les comunica.