La Divina comedia del PARAISO

Libro de Dante Alighieri

CANTO DUODECIMO

EN cuanto la bendita llama hubo dicho su última palabra, empezó a girar la santa rueda, y aún no había dado una vuelta entera, cuando otra la encerró en un círculo, uniendo movimiento a movimiento y canto a canto: y eran éstos tales que, articulados por los dulces órganos de aquellos espíritus, sobrepujaban a los de nuestras Musas y nuestras Sirenas, tanto como la luz directa supera a sus reflejos. Cual se ve a dos arcos paralelos y del mismo color encorvarse sobre una ligera nube, cuando Juno envía a su mensajera (naciendo el de fuera del de dentro, al modo de la voz de aquella ninfa[137] que consumió el amor, como el Sol consume los vapores), y cuyos arcos son un presagio para los hombres, a causa del pacto que Dios hizo con Noé, de que el mundo no volverá a sufrir otro diluvio, de igual suerte aquellas dos guirnaldas de sempiternas rosas daban vueltas en torno de nosotros, correspondiendo en todo la guirnalda exterior a la interior. Cuando cesaron simultánea y unánimemente las danzas y los fulgurantes y mutuos destellos de aquellas luces gozosas y placenteras, semejantes a los ojos que se abren y se cierran al mismo tiempo, dóciles a la voluntad del que los mueve, del seno de una de las nuevas luces salió una voz,[138] la cual hizo que me volviese hacia donde estaba, como la aguja hacia el polo: aquella voz empezó a decir:

—El amor que me embellece me obliga a tratar del otro jefe por quien se habla tan bien del mío.[139] Es justo que donde se hace mención del uno, se haga también del otro; pues habiendo militado ambos por una misma causa, debe brillar su gloria juntamente. El ejército de Cristo, al que tan caro costó armar de nuevo, seguía su enseña lento, receloso y escaso, cuando el Emperador que siempre reina acudió en ayuda de su milicia, que se hallaba en peligro, no porque ésta fuera digna de ello, sino por un efecto de su gracia; y según se ha dicho, socorrió a su Esposa con dos campeones, ante cuyas obras y palabras se reunió el descarriado pueblo. En aquella parte donde el dulce céfiro acude a hacer germinar las nuevas plantas de que se reviste Europa,[140] no muy lejos de los embates de las olas, tras de las cuales, por su larga extensión, el Sol se oculta a veces a todos los hombres, se asienta la afortunada Calahorra, bajo la protección del grande escudo, en que el león está subyugado y subyuga a su vez. En ella nació el apasionado amante de la fe cristiana, el santo atleta, benigno para los suyos, y cruel para sus enemigos. Apenas fué creada, su alma se llenó de virtud tan viva, que en el seno mismo de su madre inspiró a ésta el dón de profecía. Cuando se celebraron los esponsales entre él y la fe en la sagrada pila, donde se dotaron de mutua salud, la mujer que dió por él su asentimiento vió en sueños el admirable fruto que debía salir de él y de sus herederos; y para que fuese más visible lo que ya era, descendió del cielo un espíritu, y le dió el nombre de Aquél que le poseía por completo. Domingo se llamó; y habló de él como del labrador que Cristo escogió para que le ayudase a cultivar su huerto. Pareció en efecto enviado y familiar de Cristo; porque el primer deseo que se manifestó en él fué el de seguir el primer consejo de Cristo. Muchas veces su nodriza lo encontró despierto y arrodillado en el suelo, como diciendo: «He venido para esto.» ¡Oh padre verdaderamente Feliz!, ¡oh madre verdaderamente Juana!, si la interpretación de sus nombres es la que se les da. En poco tiempo llegó a ser un gran doctor, no por esa vanidad mundana por la que se afanan hoy todos tras del Ostiense y de Tadeo, sino por amor hacia el verdadero maná; entonces se puso a custodiar la viña que pierde en breve su verdura, si el viñador es malo…