La Divina comedia
Libro de Dante Alighieri
CANTO DECIMOSEXTO
LA obscuridad del Infierno, y la de la noche privada de todo planeta bajo un mezquino cielo, entenebrecido por las nubes hasta lo sumo, no echarían sobre mi vista un velo tan denso como aquel humo que allí nos envolvió; siendo tal la sensación de su punzante aspereza, que no podían los ojos permanecer abiertos; por lo cual, mi sabio y fiel Acompañante se acercó a mí, ofreciéndome su hombro. Como va el ciego detrás de su lazarillo para no extraviarse, ni tropezar en algo que le ofenda o acaso le origine la muerte, así caminaba yo a través de aquel aire fosco y acre, atento a la voz de mi Guía, que únicamente iba diciendo: «Cuida de no separarte de mí.» Oía yo voces, cada una de las cuales parecía rogar a fin de obtener paz y misericordia del Cordero de Dios, que quita los pecados. El principio de su oración era solamente «Agnus Dei;» todos pronunciaban estas palabras a un mismo tiempo y con tan igual tono, que parecía existir entre ellos una perfecta concordia.
—Maestro—dije—; ¿son espíritus esos que oigo?
—Lo has acertado—contestó—; van desatando el nudo de la ira.
—¿Quién eres tú, que hiendes nuestro humo, y hablas de nosotros como si contaras aún el tiempo por calendas?
De esta suerte habló una voz; por lo cual el Maestro me dijo:
Responde, y pregúntale si por aquí se va arriba.
Entonces dije yo:
—¡Oh criatura, que te purificas para volver a presentarte hermosa ante Aquél que te hizo! Oirás cosas maravillosas si quieres seguirme.
—Te seguiré cuanto me está permitido—me contestó—; y si el humo impide que nos veamos, el oído nos aproximará a falta de la vista.
Empecé, pues, de esta manera:
—Me dirijo hacia arriba con la forma que la muerte desvanece, y he llegado hasta aquí a través de las penas del Infierno. Y si Dios me ha acogido en su gracia de tal modo, que quiere que yo vea su corte por un medio tan distinto de lo usual, no me ocultes quién fuiste antes de morir, sino dímelo: dime también si voy bien por aquí hacia la subida, y tus palabras nos servirán de guía.
—Fuí lombardo, y me llamé Marco: conocí el mundo; y amé aquella virtud hacia la cual nadie dirige hoy su mira. Para llegar a lo alto, sigue en derechura por donde vas.
Así respondió, añadiendo después:
—Te suplico que ruegues por mí cuando estés arriba.
A lo que le contesté:
—Por mi fe te prometo que haré lo que me pides; pero me veo envuelto en una duda, que no me es dado aclarar. Primeramente era sencilla, más ahora se ha duplicado con tus palabras, que unidas a las que he oído en otra parte, me certifican un mismo hecho. El mundo está, pues, exhausto de toda virtud, como me indicas, y sembrado y cubierto de maldad; pero te ruego que me digas la causa, de modo que yo pueda verla y mostrarla a los demás; pues unos la hacen depender del cielo, y otros de aquí abajo.
Antes de contestar exhaló un profundo suspiro, que terminó en un ¡ay! doloroso, y después dijo:
—Hermano, el mundo es ciego, y se conoce que tú vienes de él. Vosotros los vivos hacéis estribar toda causa en el cielo, como si él imprimiera por necesidad su movimiento a todas las cosas.