Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro noveno
Sombra suprema, supremo amanecer
Cap III : El que levantaba la carreta de Fauchelevent no puede con el peso de una pluma.
Un día, a última hora de la tarde, a Jean Valjean le costó incorporarse apoyándose en el codo; se cogió la mano y no se encontró el pulso; tenía el resuello corto y se le paraba a ratos; se dio cuenta de que estaba más débil que antes. Entonces, seguramente por la presión de alguna preocupación suprema, hizo un esfuerzo, se sentó en la cama y se vistió. Se puso su ropa vieja de obrero. Como ya no salía a la calle, había vuelto a vestirse así y lo prefería. Tuvo que pararse varias veces mientras se vestía; sólo con meterse las mangas de la chaqueta le chorreaba el sudor por la frente.
Desde que estaba solo, había puesto la cama en el recibidor, para vivir lo menos posible en aquel piso desierto.
Abrió la maleta y sacó el ajuar de Cosette.
Lo extendió encima de la cama.
Los candeleros del obispo estaban en su sitio, encima de la chimenea. Sacó de un cajón dos velas de cera y las puso en los candeleros. Luego, aunque aún era pleno día porque estaban en verano, las encendió. Así se ven a veces velas encendidas en pleno día en las habitaciones en que hay un muerto.
Todos los pasos que daba, para ir de un mueble a otro, lo dejaban extenuado y no le quedaba más remedio que sentarse. No era un cansancio ordinario que gasta la fuerza para renovarla; era lo que le quedaba de los movimientos posibles; era la vida consumida que se escapa gota a gota en esfuerzos extenuantes que nunca más volverán a hacerse.
Una de las sillas en que se desplomó estaba delante del espejo que tan fatídico le había sido a él y tan providencial le había sido a Marius, en el que había leído en el secante, al revés, la carta de Cosette. Se vio en ese espejo y no se reconoció. Tenía ochenta años; antes de la boda de Marius, apenas si le hubiesen echado cincuenta; aquel año había valido por treinta. Lo que tenía en la frente no eran ya arrugas de la edad, era la marca misteriosa de la muerte. Se notaba cómo había ahondado la uña inmisericorde. Le colgaban las mejillas; el cutis tenía ahora ese color que hace pensar que ya hay tierra por encima de la cara; ambas comisuras de los labios miraban para abajo, como en esas máscaras que los antiguos esculpían en las tumbas; miraba al vacío como con expresión de reproche; hubiérase dicho uno de esos grandes personajes trágicos que tienen queja de alguien.
Estaba en la siguiente situación: la última etapa del abatimiento, en que el dolor ya no fluye; está coagulado, por decirlo de alguna manera; hay en el alma algo así como un coágulo de desesperación.
Había caído la noche. Arrastró trabajosamente una mesa y el sillón viejo hasta la chimenea y puso encima de la mesa pluma, tintero y papel.
Tras hacerlo, tuvo un desvanecimiento. Cuando recobró el conocimiento, tenía sed. Como no podía levantar el jarro de agua, se lo inclinó trabajosamente hacia la boca y bebió un trago.
Luego, sin levantarse, porque no se tenía de pie, se volvió hacia la cama; miró el vestidito negro y todas aquellas cosas que tanto quería.
Contemplaciones así duran horas que parecen minutos. De repente, tuvo un escalofrío, notó que el frío le llegaba; se acodó en la mesa, que alumbraban los candeleros del obispo, y cogió la pluma.
Como la pluma y la tinta llevaban mucho sin usarse, la punta de la pluma estaba doblada, y la tinta, seca; tuvo que levantarse y poner unas cuantas gotas de agua en la tinta, cosa que no pudo hacer sin pararse y sentarse dos o tres veces; y tuvo que escribir con el dorso de la pluma. De vez en cuando, se enjugaba la frente.