Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro octavo
Va cayendo el crepúscu
Cap II : Más retrocesos.
Jean Valjean volvió al día siguiente a la misma hora.
Cosette no le hizo preguntas, no volvió a extrañarse, no volvió a protestar porque tenía frío, no volvió a mencionar el salón; evitó decir padre y señor Jean. Se dejó llamar de usted. Se dejó llamar señora. Sólo que le había mermado la alegría. Habría estado triste si le hubiese sido posible estarlo.
Es probable que hubiera tenido con Marius una de esas conversaciones en que el hombre amado dice lo que quiere, no explica nada y deja satisfecha a la mujer amada. La curiosidad de los enamorados no va mucho más allá de su amor.
A la sala de abajo le habían lavado un poco la cara. Basque había suprimido las botellas, y Nicolette, las arañas.
Todos los días sucesivos trajeron a Jean Valjean a la misma hora. Vino a diario, pues no tenía fuerzas para tomar las palabras de Marius sino al pie de la letra. Marius se las arregló para no estar en casa a la hora en que iba Jean Valjean. La casa se acostumbró a la nueva forma de ser del señor Fauchelevent. Toussaint contribuyó a ello. El señor siempre ha sido así, repetía. El abuelo decretó: «Es un excéntrico». Y todo quedó dicho. Por lo demás, a los noventa años ya no se hacen amistades; todo es yuxtaposición; un recién llegado es un estorbo. No queda sitio; todas las costumbres están afincadas ya. Señor Fauchelevent o señor Tranchelevent, Gillenormand se quedó encantado de que lo dispensasen de la presencia de «ese señor». Y añadió: «Esos excéntricos son de lo más frecuente. Caen en montones de rarezas. Sin motivo alguno. El marqués de Canaples era aún peor. Compró un palacio para vivir en la buhardilla. Son cosas fantasiosas que hace la gente».
Nadie intuyó que hubiera algo nefasto encubierto. ¿Quién habría podido, por cierto, adivinar algo así? Hay pantanos por el estilo en la India; el agua tiene una apariencia extraordinaria, inexplicable, se estremece sin que haga viento, está agitada donde debería estar en reposo. Miramos, en la superficie, esos hervores injustificados; no vemos la hidra que se arrastra por el fondo.
Muchos hombres tienen, así, un monstruo secreto, un mal que nutren, un dragón que los roe, una desesperación que vive en su oscuridad. Un hombre así se parece a los demás, va y viene. Nadie sabe que lleva dentro un espantoso dolor parásito con mil dientes, que vive dentro de ese miserable a quien mata. Nadie sabe que ese hombre es un abismo. Estancado, pero profundo. De vez en cuando aparece en la superficie una perturbación que no se entiende. El frunce de una arruga misteriosa que se desvanece luego; y luego vuelve a aparecer; una pompa sube y estalla. Es poca cosa, es terrible. Es la respiración de la alimaña desconocida.
Algunas costumbres raras: llegar a la hora en que se van los demás; quedarse aparte mientras los demás se pavonean; no quitarse nunca eso que podríamos llamar el abrigo color tapia; buscar el paseo solitario; preferir la calle desierta; no tomar parte en las conversaciones; evitar las aglomeraciones y las fiestas; parecer persona acomodada y vivir pobremente; tener, por muy rico que uno sea, la llave en el bolsillo y la vela en la portería; entrar por la puerta pequeña; subir por la escalera hurtada, todas esas singularidades insignificantes, esas arrugas, esas pompas, esos frunces fugitivos en la superficie proceden con frecuencia de un fondo tremendo.