Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro sexto
La noche en blanco
Cap II : Jean Valjean sigue con el brazo en cabestrillo.
Que se realice un sueño. ¿A quién se le concede algo así? Para esas cosas debe de haber elecciones en el cielo; todos somos candidatos, sin saberlo; los ángeles votan. Cosette y Marius habían salido elegidos.
Cosette en el ayuntamiento y en la iglesia estaba radiante y enternecedora. La había vestido Toussaint, con la ayuda de Nicolette.
Cosette llevaba, encima de una falda de tafetán blanco, el vestido de guipur de Binche, un velo de punto de Inglaterra, un collar de perlas finas y una corona de azahar; todo era blanco, y, entre toda aquella blancura, resplandecía. Era un candor exquisito que crecía y se transfiguraba en claridad. Hubiérase dicho una virgen en trance de convertirse en diosa.
Marius llevaba el hermoso pelo lustroso y perfumado; se intuía, acá y allá, bajo los abundantes bucles, unas líneas pálidas que eran las cicatrices de la barricada.
El abuelo, espléndido, con la cabeza erguida, amalgamando más que nunca en su atuendo y sus modales todas las elegancias de tiempos de Barras, acompañaba a Cosette. Sustituía a Jean Valjean, que, por tener el brazo en cabestrillo, no podía llevar la mano de la novia.
Jean Valjean, vestido de negro, iba detrás, sonriente.
—Señor Fauchelevent —le decía el abuelo—, ¡qué día tan hermoso! Voto a favor del fin de las aflicciones y de las penas. No tiene que haber ya tristeza en parte alguna a partir de ahora. ¡Por Cristo! ¡Decreto la alegría! El mal no tiene derecho a existir. Que haya hombres desdichados es, en verdad, una vergüenza para el azul del cielo. El mal no viene del hombre, que en el fondo es bueno. Todas las miserias humanas tienen la capital y el gobierno en el infierno, es decir, en Les Tuileries del demonio. ¡Caramba, qué cosas tan demagógicas digo últimamente! En lo que a mí se refiere, no tengo ya opiniones políticas: que todos los hombres sean ricos, es decir, alegres: a eso me limito.
Cuando, tras concluir todas las ceremonias, tras haber dicho ante el alcalde y el sacerdote todos los síes habidos y por haber, tras haber firmado en el registro municipal y en el de la sacristía, tras haber intercambiado los anillos, tras haberse arrodillado codo con codo bajo el palio de moaré blanco entre el humo del incensario, llegaron Marius de negro y Cosette de blanco, cogidos de la mano mientras todos los admiraban y los envidiaban, en pos del pertiguero con charreteras de coronel que golpeaba las baldosas con su alabarda, entre dos filas de asistentes maravillados, bajo el porche de la iglesia cuya puerta estaba abierta de par en par, listos para volver a subir al coche, cuando ya estaba todo consumado, Cosette aún no podía creérselo. Miraba a Marius, miraba al gentío, miraba el cielo; parecía que tuviera miedo de despertarse. Su expresión asombrada e intranquila le daba un no sé qué encantador. Para regresar, subieron al mismo coche, Marius junto a Cosette; el señor Gillenormand y Jean Valjean se sentaron enfrente de ellos. La señorita Gillenormand había retrocedido a un segundo plano e iba en el coche siguiente. «Hijos míos —decía el abuelo—; ya sois el señor barón y la señora baronesa, con treinta mil libras de renta.» Y Cosette, arrimándose mucho a Marius, le acarició el oído con este cuchicheo angélico: «Así que es verdad. Me llamo Marius. Soy la señora Tú».