Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro cuarto
Javert descarrila
Javert se había alejado con paso tardo de la calle de L’Homme-Armé.
Caminaba con la cabeza gacha por primera vez en la vida y, también por primera vez en la vida, con las manos a la espalda.
Hasta ese día, Javert sólo había usado, de las dos posturas de Napoleón, la del hombre decidido, con los brazos cruzados ante el pecho; de la del hombre indeciso, con las manos a la espalda, nada sabía. Ahora había ocurrido un cambio; toda su persona, despaciosa y sombría, rezumaba ansiedad.
Se internó en las calles silenciosas.
Pese a todo, iba en una dirección determinada.
Tiró por el camino más corto hacia el Sena, llegó al muelle de Les Ormes, anduvo a lo largo del muelle, dejó atrás la plaza de La Grève y se detuvo a poca distancia del puesto de policía de la plaza de Le Châtelet, en la esquina del puente de Notre-Dame. El Sena forma allí, entre el puente de Notre-Dame y el puente de Le Change por un lado, y, por otro, entre el muelle de La Méssigerie y el muelle de Les Fleurs, algo así como un lago cuadrado por el que cruza un rápido.
Ese tramo del Sena lo temen mucho los marineros. No hay nada más peligroso que ese rápido, que por entonces encajonaban y encrespaban los pilotes del molino del puente, derruido en la actualidad. El peligro es mayor por la proximidad de los dos puentes; el agua se apresura con mucha fuerza bajo los arcos. Pasa en ondas anchas y terribles; se acumula y se agolpa; el caudal empuja las pilastras de los puentes como si quisiera arrancarlos con gruesas maromas líquidas. Los hombres que se caen ahí no vuelven a aparecer; los mejores nadadores se ahogan.
Javert se puso de codos en el parapeto, apoyando la barbilla en ambas manos, y, mientras clavaba mecánicamente las uñas crispadas en las pobladas patillas, reflexionó.
Una novedad, una revolución, una catástrofe acababa de acontecer en su fuero interno; había motivos para pasarle revista.
Javert sufría espantosamente.
Javert hacía dejado de ser una persona sencilla hacía unas horas. Estaba ofuscado; aquella mente, tan cristalina dentro de su ceguera, había perdido la transparencia; había una nube en aquel cristal. Javert notaba en la conciencia el deber de desdoblarse, y no podía disimulárselo a sí mismo. Al encontrarse de forma tan inesperada con Jean Valjean en las márgenes del Sena, fue en parte como el lobo que recupera la presa y en parte como el perro que recobra a su amo.
Veía ante sí dos caminos, igual de rectos ambos; pero veía dos; y le resultaba aterrador, a él que nunca había conocido en la vida sino una única línea recta. Y, qué angustia tan dolorosa, esos dos caminos eran contrarios. Una de esas dos líneas rectas excluía a la otra. ¿Cuál de las dos era la verdadera?
Estaba en una situación indecible.