Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro segundo
Los intestinos de Leviatán
Cap I : El mar empobrece la tierra.
París tira al agua anualmente veinticinco millones. Y no es una metáfora. ¿Cómo y de qué manera? De día y de noche. ¿Con qué finalidad? Con ninguna. ¿Con qué intención? Con ninguna. ¿Para qué? Para nada. ¿A qué órgano recurre? A sus intestinos. ¿Cuáles son sus intestinos? Las alcantarillas.
Veinticinco millones es la cantidad más moderada de entre las cantidades aproximativas que proporcionan las evaluaciones de la ciencia ad hoc.
La ciencia, tras haber andado a tientas mucho tiempo, sabe hoy que el abono que mejor fecunda y resulta más eficaz es el abono humano. Los chinos, y hemos de decirlo aunque nos avergüence, lo supieron antes que nosotros. No hay campesino chino, lo dice Eckeberg, que vaya a la ciudad sin volver trayendo, en las dos puntas de su vara de bambú, dos cubos llenos de eso que llamamos inmundicias. Merced al abono humano, los campos en China son aún tan jóvenes como en tiempos de Abraham. El trigo chino produce un volumen de hasta ciento veinte veces el peso de la simiente. No hay excrementos que puedan compararse en fertilidad con los detritos de una ciudad. Una gran ciudad es la estercoladora más poderosa. Utilizar la ciudad para abonar la llanura sería un éxito seguro. Nuestro oro es estiércol, pero en cambio nuestro estiércol es oro.
¿Qué hacemos con ese estiércol de oro? Lo arrastramos hacia el abismo.
No escatimamos grandes gastos para enviar flotas de navíos a recoger en el polo austral las heces de los petreles y de los pingüinos; pero el incalculable elemento de opulencia que tenemos al alcance de la mano lo tiramos al mar. Si todo el abono humano y animal que desperdicia el mundo se lo devolviéramos a la tierra en vez de tirarlo al agua, bastaría para dar de comer al mundo.
Ese montón de basuras junto a un mojón de la calle, esos carretones de cieno que van dando tumbos de noche por las calles, esos espantosos toneles de la vía pública, esos fétidos chorreones de fango subterráneo que nos oculta el empedrado, ¿sabe el lector qué son? Son praderas en flor, son hierba verde, son serpol, tomillo y salvia, son caza, son reses, son el mugido satisfecho de los bueyes al caer la tarde, son heno aromático, son trigo dorado, son pan en las mesas, son sangre cálida en las venas, son salud, son alegría, son vida. Así lo quiere esta creación misteriosa en que consiste la transformación en la tierra y la transfiguración en el cielo.
Hemos de devolver todo eso al gran crisol; y de ahí saldrá nuestra abundancia. Del alimento de las plantas procede el alimento de los hombres.
Es todo el mundo muy dueño de desaprovechar esa riqueza y, además, muy dueño de pensar que digo ridiculeces. Será la obra maestra de su ignorancia.
Calculan las estadísticas que sólo Francia vierte e invierte todos los años en el Atlántico, por la desembocadura de sus ríos, un depósito de quinientos millones. Tomemos buena nota de lo siguiente: con esos quinientos millones podrían cubrirse las tres cuartas partes de los presupuestos del Estado. Los hombres son tan hábiles que prefieren quitarse de encima esos quinientos millones tirándolos al arroyo. Es la mismísima sustancia del pueblo lo que lleva a nuestros ríos, aquí gota a gota y allá a chorros, el mísero vómito de nuestras alcantarillas, y al océano, el gigantesco vómito de nuestros ríos. Cada uno de los hipidos de nuestras cloacas nos cuesta mil francos. Con dos resultados: la tierra empobrecida y el agua apestada. El hambre sale del surco, y la enfermedad, del río.