Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro primero
La guerra entre cuatro paredes
Cap XXII : Palmo a palmo.
Cuando no quedaron ya más jefes vivos que Enjolras y Marius, en ambos extremos de la barricada, el centro, que habían sostenido tanto tiempo Courfeyrac, Joly, Bossuet, Feuilly y Combeferre, cedió. El cañón no había abierto ninguna brecha practicable, pero sí había rebajado sensiblemente la parte central del reducto; en ese punto, las balas habían acabado con la cresta de la muralla, que se había venido abajo, y los cascotes, que habían caído a veces dentro y a veces fuera, habían acabado por formar, a ambos lados de la barrera, algo así como dos taludes, uno interior y otro exterior. El talud exterior era un plano inclinado por el que se podía atacar.
Por allí intentaron un asalto definitivo, y el asalto tuvo éxito. Llegó de forma irresistible, a paso gimnástico, una masa erizada de bayonetas y el prieto frente de batalla de la columna atacante apareció, entre el humo, en lo alto de la escarpa. Esta vez todo había acabado. El grupo de insurrectos que defendía el centro retrocedió en desorden.
Entonces se despertó en algunos el sombrío amor por la vida. Cuando los apuntó aquel bosque de fusiles, algunos ya ni quisieron morir. En un minuto así el instinto de conservación aúlla y el animal aflora en el hombre. Tenían pegadas las espaldas al edificio alto, de seis pisos, que formaba el fondo del reducto. Esa casa podía ser la salvación. Esa casa estaba parapetada y como amurallada de arriba abajo. Antes de que las tropas de infantería de línea entrasen en el reducto, daba tiempo a que una puerta se abriese y se volviera a cerrar, bastaba con lo que dura un relámpago, y les iba la vida a esos desesperados en que la puerta de esa casa se entornase de pronto y se volviese a cerrar en el acto. Detrás de aquella casa había calles, la posibilidad de huir, el espacio abierto. Empezaron a golpear aquella puerta a culatazos y a patadas, llamando, gritando, suplicando, juntando las manos. Nadie abrió. En el tragaluz del tercer piso la cara muerta los miraba.
Pero Enjolras y Marius, y siete u ocho hombres que se habían reunido en torno a ellos, se habían abalanzado para protegerlos. Enjolras les gritó a los soldados: «¡Quietos ahí!». Y como un oficial no obedecía, Enjolras mató a ese oficial. Ahora estaba en el patinillo interior del reducto, adosado al edificio de Corinthe, con la espada en una mano y la carabina en la otra, y sujetaba la puerta de la taberna, por la que impedía entrar a los asaltantes. Les gritó a los desesperados: «Sólo hay una puerta abierta, y es ésta». Y, cubriéndolos con su cuerpo, enfrentándose él solo a un batallón, los hizo entrar, pasando por detrás de él. Enjolras, ejecutando con la carabina, que ahora usaba como bastón, lo que los luchadores de canne francesa llaman «la rosa cubierta», hizo caer las bayonetas que lo rodeaban y fue el último en entrar; hubo un momento espantoso en que los soldados querían entrar y los insurrectos querían cerrar la puerta. Se cerró por fin con violencia tal que, al encajar en el marco, pudieron verse, cortados y pegados a la chambrana, los cinco dedos de un soldado que se había aferrado a ella.
Marius se había quedado fuera. Un tiro acababa de romperle la clavícula; notó que perdía el conocimiento y caía. Y, en ese momento, con los ojos ya cerrados, sintió la conmoción de una mano vigorosa que lo agarraba, y el desmayo en que se sumió le dejó apenas un instante para pensar, al tiempo que le enviaba un supremo recuerdo a Cosette: «Me han hecho prisionero. Me van a fusilar».