Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro primero
La guerra entre cuatro paredes
Cap XX : Los muertos están en lo cierto y los vivos no están equivocados.
Iba a empezar la agonía de la barricada.
Todo contribuía para darle a aquel minuto supremo una majestad trágica: mil estruendos misteriosos por el aire; el hálito de las muchedumbres armadas que avanzaban por calles que no se veían; el galope intermitente de la caballería; la pesada conmoción de la artillería en marcha; las descargas de los pelotones y los cañoneos que se cruzaban en el dédalo de París; las humaredas del combate que se elevaban, doradas, por encima de los tejados; a saber qué gritos lejanos más o menos terribles; relámpagos amenazadores por doquier; el toque de rebato de Saint-Merry, que ahora sonaba como un sollozo; la calidez de la estación; el esplendor del cielo lleno de sol y de nubes; la hermosura del día y el espantoso silencio de las casas.
Porque, desde la víspera, las dos hileras de casas de la calle de La Chanvrerie se habían convertido en dos murallas, unas murallas hoscas. Las puertas cerradas, las ventanas cerradas, los postigos cerrados.
En aquellos tiempos, tan diferentes de estos en que nos hallamos ahora, cuando llegaba la hora en que el pueblo quería acabar con una situación que había durado ya en exceso, con una Carta otorgada o con un país legal, cuando la ira universal andaba diluida por el aire, cuando la ciudad consentía en que la desempedraran, cuando la insurrección despertaba la sonrisa de la burguesía al cuchichearle al oído la consigna, entonces los vecinos, impregnados de amotinamiento, por así decirlo, se convertían en auxiliares del combate y la vivienda confraternizaba con la fortaleza improvisada que se apoyaba en ella. Cuando la situación no estaba madura, cuando la insurrección no contaba con consentimiento alguno, cuando las masas no aprobaban el movimiento, los combatientes estaban perdidos, la ciudad se volvía en un desierto en torno a la revuelta, las almas se helaban, los refugios quedaban tapiados y la calle se convertía en desfile para ayudar al ejército a tomar la barricada.
No es posible conseguir que un pueblo avance por sorpresa a mayor velocidad de la que desea. ¡Malhaya quien intente forzarle la mano! Un pueblo no consiente en que lo obliguen a algo. Llegado ese caso, deja a la insurrección que se las apañe como pueda. Los insurrectos se convierten en apestados. Una casa es una escarpa, una puerta es un rechazo, una fachada es un muro. Ese muro ve, oye y no quiere. Podría entornarse y salvarnos. No. Ese muro es un juez. Nos mira y nos condena. ¡Qué sombrías esas casas cerradas! Parecen muertas y están vivas. La vida, que se halla como en suspenso en ellas, allí sigue. Nadie ha salido desde hace veinticuatro horas, pero no falta nadie. Dentro de esa roca, van, vienen, se acuestan, se levantan; están en familia; beben y comen; pasan miedo, ¡qué cosa más terrible! El miedo disculpa esa amedrentadora falta de hospitalidad; se añade el desconcierto, que es una atenuante. Hay veces incluso, y es algo que ya se ha visto, en que el miedo se convierte en pasión; el temor puede trocarse en furia, como la prudencia puede trocarse en rabia; de ahí procede esa expresión de tanto calado: Los moderados fuera de sí. Existen incendios de espanto supremo de donde surge, como un humo lúgubre, la ira. «¿Y ésos qué quieren? Nunca están a gusto. Ponen en un compromiso a la gente de paz. ¡Como si no hubiera ya revoluciones de sobra! ¿Qué han venido a hacer aquí? Que se larguen. Peor para ellos. Es culpa suya. Se lo merecen.