Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro primero
La guerra entre cuatro paredes
Cap XVII : Mortuus pater filium moriturum expectat.
Marius había saltado fuera de la barricada. Combeferre fue detrás. Pero era demasiado tarde. Gavroche estaba muerto. Combeferre llevó el cesto de cartuchos; Marius llevó al niño.
Por desgracia, iba pensando, lo que el padre del niño hizo por su padre él se lo devolvía al hijo, pero Thénardier llevó a su padre vivo, y él volvía con el niño muerto.
Cuando Marius entró en el reducto con Gavroche en brazos, tenía, igual que el niño, la cara cubierta de sangre.
En el preciso momento en que se inclinaba para coger a Gavroche, una bala le había rozado la cabeza; no lo había notado.
Courfeyrac se quitó la corbata y le vendó la frente a Marius.
Pusieron a Gavroche en la misma mesa que Mabeuf y cubrieron los dos cuerpos con el chal negro. Bastó para el anciano y el niño.
Combeferre repartió los cartuchos del cesto que había recuperado.
Con ellos podía cada hombre hacer quince disparos.
Jean Valjean seguía en el mismo sitio, sentado inmóvil en el mojón. Cuando Combeferre le presentó sus quince cartuchos, los rechazó negando con la cabeza.
—¡Menudo excéntrico! No debe de haber muchos como él —le dijo por lo bajo Combeferre a Enjolras—. Se las apaña para no luchar en la barricada.
—Lo cual no le impide defenderla —contestó Enjolras.
—El heroísmo tiene sus personajes peculiares —siguió diciendo Combeferre.
Y Courfeyrac, que lo había oído, añadió:
—Éste es de un estilo diferente que Mabeuf.
Hay que dejar constancia de que el fuego que azotaba la barricada casi no alteraba la tranquilidad del interior. Quienes no han cruzado nunca por el torbellino de este tipo de guerras no pueden hacerse idea de los singulares momentos de calma que se mezclan con las convulsiones. Los hombres van y vuelven, charlan, bromean, pierden el tiempo. Un conocido nuestro oyó un día que un combatiente le decía, entre la metralla: Estamos aquí como en un almuerzo de solteros. Repetimos que el reducto de la calle de La Chanvrerie parecía muy tranquilo por dentro. Habían agotado o estaban agotando todas las peripecias y todas las etapas. La posición había pasado de ser crítica a ser amenazadora; y era muy probable que de amenazadora se convirtiera en desesperada. A medida que la situación se iba volviendo cada vez más oscura, un resplandor heroico teñía cada vez más de púrpura la barricada. Enjolras, muy serio, imperaba en ella con la actitud de un espartano joven que consagra la espada desenvainada al sombrío genio Epidotes.
Combeferre, con el delantal puesto, curaba a los heridos; Bossuet y Feuilly hacían cartuchos con la pólvora del cebador que había encontrado Gavroche en el cadáver del cabo, y Bossuet le decía a Feuilly: Dentro de nada vamos a coger la diligencia para otro planeta; Courfeyrac, en los pocos adoquines que había reservado para sí cerca de Enjolras, estaba colocando y ordenando todo un arsenal, el bastón con estoque, el fusil, dos pistolas de arzón y unos nudillos de hierro, con el mismo primor con que una joven ordena la vitrinita con su colección de curiosidades. Jean Valjean, mudo, miraba la pared que tenía enfrente. Un obrero se ataba a la cabeza con un cordel un sombrero de paja de alas anchas de la señora Hucheloup, por las insolaciones, a lo que decía. Los jóvenes de La Cougourde de Aix charlaban alegremente como si les apremiara hablar provenzal por última vez. Joly, que había descolgado el espejo de la viuda Hucheloup, se miraba la lengua. Unos cuantos combatientes, que habían descubierto unas cortezas de pan bastante mohosas en un cajón, se las estaban comiendo con avidez. Marius estaba preocupado por lo que fuera a decirle su padre.