Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro decimocuarto
Las grandezas de la desesperación
Cap VI : La agonía de la muerte tras la agonía de la vida.
Una singularidad de este tipo de guerra es que las barricadas las atacan casi siempre de frente y que, por lo general, los asaltantes se abstienen de rodear las posiciones, bien porque tengan miedo a las emboscadas, bien porque no se atrevan a meterse en calles tortuosas. Por lo tanto, toda la atención de los insurrectos estaba puesta en la barricada grande, que era, por supuesto, el punto continuamente amenazado donde se reanudaría de forma infalible el combate. Marius, no obstante, se acordó de la barricada pequeña y fue hacia allá. Estaba desierta y sólo la custodiaba el farolillo, que temblaba entre los adoquines. Por lo demás, la callejuela de Mondétour y las bocacalles de La Petite-Truanderie y Le Cygne estaban muy tranquilas.
Cuando Marius se iba ya, tras esa inspección, oyó que alguien decía su nombre con voz débil en la oscuridad:
—¡Señor Marius!
Se sobresaltó al reconocer la voz que lo había llamado dos horas antes a través de la verja de la calle de Plumet.
Pero esa voz ahora no pasaba de ser un soplo.
Miró en torno y no vio a nadie.
Marius pensó que se había confundido y que era una ilusión que su mente sumaba a las realidades extraordinarias que colisionaban a su alrededor. Dio un paso para salir del recodo apartado donde estaba la barricada.
—¡Señor Marius! —repitió la voz.
Ya no podía caberle duda; lo había oído con toda claridad; miró y no vio nada.
—En el suelo, a sus pies —dijo la voz.
Se inclinó y vio la sombra de una forma que se arrastraba hacia él. Iba reptando por el empedrado. Y aquel ser era quien hablaba.
El farolillo permitía intuir un blusón, un pantalón de pana roto, unos pies descalzos y algo que parecía un charco de sangre. Marius vio a medias una cara pálida que se alzaba hacia él y le dijo:
—¿No me reconoce?
—No.
—Éponine.
Marius se agachó a toda prisa. Era, efectivamente, la pobre muchacha. Iba vestida de hombre.
—¿Cómo es que está aquí? ¿Qué hace aquí?
—Me estoy muriendo —dijo ella.
Hay palabras e incidentes que espabilan a las personas agobiadas. Marius exclamó, sobresaltado:
—¡Está herida! Espere, que voy a llevarla a la sala. Allí la curarán. ¿Es grave? ¿Cómo tengo que cogerla para no hacerle daño? ¿Qué le duele? ¡Socorro, Dios mío? Pero ¿qué vino a hacer aquí?
E intentó pasarle un brazo por la espalda para levantarla.
Al hacerlo, le rozó la mano.
Ella lanzó un grito débil.
—¿Le he hecho daño? —preguntó Marius.
—Un poco.
—Pero si sólo le he tocado la mano.