Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro decimocuarto
Las grandezas de la desesperación
Cap IV : El barril de pólvora.
Marius, que seguía escondido en el recodo de la calle de Mondétour, asistió a la primera fase del combate irresoluto y trémulo. Pero no pudo resistirse mucho rato a ese vértigo misterioso y soberano que podríamos llamar la atracción del abismo. Al ver la inminencia del peligro, al ver la muerte del señor Mabeuf, ese fúnebre enigma, al ver que moría Bahorel, que Courfeyrac gritaba: «¡A mí!», que amenazan al niño y que tenía amigos por socorrer o por vengar, se desvaneció todo titubeo y se lanzó al combate empuñando las dos pistolas. Del primer disparo salvó a Gavroche y del segundo sacó del apuro a Courfeyrac.
Al oír los tiros y los gritos de los guardias a quienes había alcanzado, los asaltantes treparon por la barricada, por cuya cima se veía asomar ahora más que de medio cuerpo para arriba y empuñando fusiles a un tropel de guardias municipales, de soldados de infantería de línea y de guardias nacionales de los arrabales. Ocupaban ya más de la tercera parte de la barrera, pero no saltaban dentro del recinto, como si se lo estuvieran pensando, temiéndose alguna trampa. Miraban dentro de la barricada a oscuras como quien mira la guarida de unos leones. El resplandor de la antorcha sólo iluminaba las bayonetas, los colbacs y la parte de arriba de los rostros inquietos e irritados.
Marius se había quedado desarmado; había tirado las pistolas descargadas, pero vio el barril de pólvora en la sala de abajo, cerca de la puerta.
Cuando se volvió a medias para mirar hacia ese lado, un soldado le apuntó. En el preciso momento en que el soldado estaba apuntando a Marius, una mano se puso en el extremo del cañón y lo tapó. Era la de alguien que se había abalanzado hacia él, el obrero joven del pantalón de pana. El disparo salió y le atravesó la mano al obrero, y quizá también lo atravesó a él, pues se desplomó, pero la bala no alcanzó a Marius. Entre el humo, más bien se intuyó que llegó a verse todo aquello. Marius, que estaba entrando en la sala de abajo, apenas si se dio cuenta. No obstante, había vislumbrado el cañón del fusil orientado hacia él y la mano que lo había tapado, y había oído el disparo. Pero, en minutos como ése, las cosas que se ven vacilan y se precipitan, y nadie se para a pensar en nada. Va uno impulsado hacia una sombra aún mayor y todo es una nube.
Los insurrectos, sorprendidos, mas no asustados, se habían concentrado. Enjolras gritó: «¡Esperad! ¡No disparéis al azar!». Pues, efectivamente, en la primera confusión podían herirse entre sí. La mayoría había subido a la ventana del primer piso y las buhardillas, desde las que dominaban a los asaltantes. Los más decididos, con Enjolras, Courfeyrac, Jean Prouvaire y Combeferre, se habían adosado orgullosamente a las casas del fondo, a pecho descubierto, y se enfrentaban a las hileras de soldados y de guardias que coronaban la barricada.