Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro duodécimo

Corinthe

Cap VII : El hombre que se había sumado en la calle de Les Billetes.

Ya era completamente de noche y no sucedía nada. Sólo se oían rumores confusos y, a ratos, ráfagas de disparos, pero escasas, poco nutridas y lejanas. Esta tregua, que se iba alargando, era síntoma de que el gobierno se lo estaba tomando con calma y estaba haciendo acopio de fuerzas. Aquellos cincuenta hombres estaban esperando a sesenta mil.

Enjolras notó que se adueñaba de él esa impaciencia que se apodera de las almas fuertes en el umbral de los acontecimientos tremendos. Fue a buscar a Gavroche, que se había puesto a hacer cartuchos en la sala de abajo a la luz incierta de dos velas de sebo, colocadas en el mostrador por precaución, ya que había pólvora por encima de las mesas. No se veía desde fuera nada del resplandor de aquellas velas. Los insurrectos, además, habían tenido buen cuidado de no encender luz alguna en los pisos de arriba.

Gavroche estaba en esos momentos muy preocupado, pero no eran los cartuchos lo que lo preocupaba.

El hombre de la calle de Les Billetes acababa de entrar en la sala de abajo y había ido a sentarse a la mesa menos iluminada. Le había correspondido un fusil de munición de calibre grande y lo tenía colocado entre las piernas. A Gavroche, hasta entonces, lo habían tenido entretenido cien cosas «divertidas» y ni siquiera se había fijado en aquel hombre.

Cuando entró, Gavroche lo siguió mecánicamente con la vista, admirando su fusil; luego, de pronto, cuando el hombre se hubo sentado, el golfillo se levantó. Quienes hubieran espiado al hombre hasta entonces habrían visto cómo lo miraba todo en la barricada, y al grupo de insurrectos, con singular atención; pero, desde que había entrado en la sala, había caído en una especie de ensimismamiento y parecía no ver ya nada de cuanto ocurría. El golfillo se acercó a aquel hombre pensativo y empezó a dar vueltas alrededor de puntillas, como quien anda cerca de alguien a quien teme despertar. Al tiempo, por aquel rostro infantil, tan descarado y tan serio a la vez, tan alocado y tan profundo, tan alegre y tan acongojante, iban pasando todas esas muecas de viejo que quieren decir: «¡Caramba! ¡No puede ser! ¡Veo visiones! ¡Estoy soñando! ¿A ver si va a ser…? ¡No, no es! ¡Que sí, que sí que es! ¡Que no!», etc. Gavroche se columpiaba en los talones, crispaba los puños dentro de los bolsillos, movía el cuello como un pájaro y prodigaba en un mohín desmesurado toda la sagacidad del labio inferior. Estaba estupefacto, inseguro, incrédulo, convencido, deslumbrado. Tenía la misma cara que el jefe de los eunucos en el mercado de esclavas al descubrir una Venus entre un montón de gordas y la expresión de un aficionado que reconoce un Rafael entre un montón de pintarrajos. Todo en él estaba activo, el instinto que olfatea y la inteligencia que combina. Estaba claro que a Gavroche le pasaba algo muy importante.

Cuando más preocupado estaba fue cuando se le acercó Enjolras.

—Tú eres pequeño y no te verán —dijo Enjolras—. Sal de las barricadas, vete pegado a las casas, mira por todas las calles y vuelve a decirme qué está pasando.

Gavroche se puso muy tieso.

—¡Así que los pequeños valemos para algo! ¡Pues menos mal! Ya voy. Mientras tanto, fiaos de los pequeños y no os fiéis de los grandes…

Y Gavroche, alzando la cabeza y bajando la voz, añadió, indicando al hombre de la calle de Les Billetes:

—¿Ve al grandullón ese?

—Sí. ¿Y qué?

—Pues que es de la pasma.

—¿Estás seguro?

—No hace ni quince días que me bajó por una oreja de la cornisa del Pont-Royal, donde estaba yo tomando el aire.