Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro duodécimo
Corinthe
Cap IV : Intento de consolar a la viuda de Hucheloup.
Bahorel, encantado con la barricada, gritaba:
—¡Ya tenemos la calle escotada! ¡Qué bien queda!
Courfeyrac, mientras desguazaba un tanto la taberna, intentaba consolar a la tabernera viuda.
—Señora Hucheloup, ¿no se quejaba el otro día de que le habían hecho un atestado y le habían puesto una multa porque Gibelotte había sacudido una alfombrilla por la ventana?
—Sí, señor Courfeyrac. ¡Ay, Dios mío! ¿Va a poner también esa mesa en ese espanto suyo? Y sabrá que por la alfombrilla, y también por un tiesto que se cayó desde la buhardilla a la calle, el gobierno me cobró cien francos de multa. ¡No me diga que no es una vergüenza!
—Pues, mire, señora Hucheloup, la estamos vengando.
A la señora Hucheloup no parecía quedarle muy claro qué beneficio sacaba ella de aquella reparación que le estaban brindando. La satisfacción que sentía era como la de aquella mujer árabe que, tras darle una bofetada su marido, fue a quejarse a su padre, clamando por que la vengase y diciendo: «Padre, le debes a mi marido, que te ha afrentado, otra afrenta». El padre le preguntó: «¿En qué mejilla te ha dado la bofetada?». «En la izquierda.» El padre le dio una bofetada en la mejilla derecha y dijo: «Así quedas satisfecha. Vete a decirle a tu marido que él le ha dado una bofetada a mi hija, pero que yo le he dado una bofetada a su mujer».
Había dejado de llover. Habían llegado más voluntarios. Unos obreros habían traído bajo los blusones un barril de pólvora, un cesto con botellas de vitriolo, dos o tres antorchas de carnaval y una canasta llena de farolillos que habían «sobrado de las fiestas del rey». Unas fiestas muy recientes, pues se habían celebrado el 1 de mayo. Decían que esas municiones procedían de un tendero de ultramarinos del barrio de Saint-Antoine, que se llamaba Pépin. Rompieron el único farol de la calle de La Chanvrerie, el farol correspondiente de la calle de Saint-Denis y todos los de las calles colindantes, la de Mondétour, la de Le Cygne, la de Les Prêcheurs y las de La Grande-Truanderie y La Petite-Truanderie.
Enjolras, Combeferre y Courfeyrac lo dirigían todo. Ahora estaban construyendo dos barricadas a un tiempo, las dos apoyadas en el edificio en que estaba Corinthe y formando escuadra; la más grande cortaba la calle de La Chanvrerie; la otra cortaba la calle de Mondétour, por el lado de la calle de Le Cygne. Esta última barricada, muy estrecha, estaba hecha nada más de toneles y de adoquines. Había en ella alrededor de cincuenta hombres trabajando, de los cuales unos treinta iban armados con fusiles, porque, de camino, habían tomado un préstamo en bloque de la tienda de un armero.
Nada podía haber más raro y más abigarrado que aquella tropa. Uno llevaba un frac de faldones cortos, un sable de caballería y dos pistolas de arzón; otro iba en mangas de camisa y llevaba un sombrero redondo y un cebador de pólvora colgado a un costado; otro más se había hecho un plastrón con nueve hojas de papel gris e iba armado con una lezna de guarnicionero. Había uno que gritaba: «¡Exterminemos hasta el último y muramos en la punta de nuestra bayoneta!». Era de los que no llevaban bayoneta. Otro lucía, encima de la levita, un correaje y una cartuchera de guardia nacional cuya tapa adornaba la siguiente inscripción de lana roja: Orden público.