Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro undécimo
El átomo confraterniza con el huracán
Cap III: Justa indignación de un barbero.
El honrado barbero que había echado a los dos niños a quienes abrió Gavroche el paternal intestino del elefante estaba en esos momentos en su barbería afeitando a un soldado viejo y condecorado con la Legión de Honor que había servido en tiempos del Imperio. Estaban charlando. Como es natural, el barbero le había mencionado al veterano los disturbios y, después, al general Lamarque; y de Lamarque habían llegado al emperador. Salió de ahí una conversación entre barbero y soldado que Prudhomme, de haber estado presente, habría enriquecido con arabescos y habría llamado: Diálogo de la navaja y el sable.
—Caballero —decía el barbero—, ¿qué tal montaba el emperador a caballo?
—Mal. No sabía caerse. Y por eso no se caía nunca.
—¿Tenía caballos bonitos? Debía de tener caballos muy bonitos.
—El día en que me condecoró, me fijé en el animal que montaba. Era una yegua trotona blanca del todo. Tenía las orejas muy separadas, buen asiento, cabeza fina con una estrella negra, cuello muy largo, rodillas de articulaciones fuertes, costillas marcadas, hombros oblicuos y grupa robusta. Algo más de quince palmos de alto.
—Bonito caballo —dijo el barbero.
—Era el caballo de Su Majestad.
El babero notó que después de esa frase se imponía un silencio; lo respetó y, luego, siguió diciendo:
—Al emperador sólo lo hirieron una vez, ¿verdad, caballero?
El veterano contestó con el tono sereno y soberano del hombre que estuvo presente:
—En el talón. En Ratisbona. Nunca lo vi tan elegante como aquel día. Estaba hecho un brazo de mar.
—Y a usted, caballero, que es un veterano, debieron de herirlo muchas veces, ¿no?
—¿A mí? —dijo el soldado—. Bah, nada del otro mundo. En Marengo me dieron dos sablazos en la nuca; en Austerlitz me metieron una bala en el brazo derecho; otra en el brazo izquierdo en Jena; en Friedland, un bayonetazo, aquí; en el Moscova siete u ocho lanzazos por todas partes; en Lutzen me machacó un dedo una esquirla de un proyectil de obús… ¡Ah, sí! Y en Waterloo me dio un proyectil de vizcaíno en un muslo. Nada más.
—¡Qué hermosura morir en el campo de batalla! —exclamó el peluquero con acento pindárico—. ¡Le doy mi palabra de que yo, antes que reventar en el jergón, de enfermedad, despacio, un poco cada día, con medicinas, cataplasmas, jeringas y médicos, preferiría que me diera en el vientre una bala de cañón!
—No le hace usted ascos a nada —contestó el soldado.
Apenas acababa de decirlo cuando un estruendo espantoso sacudió el local. Una luna del escaparate acababa de resquebrajarse de pronto.
El barbero se puso lívido.
—¡Ay, Dios mío, que eso ha sido una!
—¿Una qué?
—Una bala de cañón.
—Aquí está —dijo el soldado.
Y recogió algo que rodaba por el suelo. Era una piedra.
El barbero fue corriendo hasta la luna rota y vio a Gavroche, que salía a todo correr hacia el mercado de Saint-Jean. Al pasar delante de la barbería, Gavroche, que seguía con la pena de los dos chiquillos, no pudo resistirse al deseo de saludar al barbero y le tiró una piedra al escaparate.