Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro noveno
¿Dónde van?
Cap I : Jean Valjean.
Ese mismo día, a eso de las cuatro de la tarde, Jean Valjean estaba sentado a solas en la vertiente más agreste de una de las elevaciones más solitarias de Le Champ de Mars. Bien por prudencia, bien por deseo de recogimiento o bien, sencillamente, por uno de esos cambios insensibles de costumbres que van apareciendo poco a poco en todas las existencias, salía ahora bastante poco con Cosette. Llevaba la chaqueta de obrero, un pantalón de lienzo gris y esa gorra de visera larga que le tapaba la cara. En lo referido a Cosette, ahora estaba en paz y era feliz; se había esfumado lo que por un tiempo lo había asustado y conturbado; pero, desde hacía una semana o dos, se le habían presentado ansiedades de otra clase. Un día, cuando paseaba por el bulevar, divisó a Thénardier; merced al disfraz que llevaba, Thénardier no lo reconoció; pero desde entonces Jean Valjean había vuelto a verlo en varias ocasiones y ahora tenía la seguridad de que Thénardier andaba por el barrio. Eso había bastado para que tomase una determinación muy seria. Que Thénardier estuviera allí equivalía a todos los peligros al tiempo. Además, París no estaba tranquilo; las alteraciones políticas presentaban el inconveniente, para quien tenía algo que ocultar en la vida, de que la policía estaba muy intranquila y muy recelosa, y, cuando intentase dar con un hombre como Pépin, o como Morey, podía perfectamente dar con un hombre como Jean Valjean. Jean Valjean estaba decidido a salir de París, e incluso de Francia, e irse a Inglaterra. Ya había avisado a Cosette. Quería irse antes de ocho días. Estaba sentado en el talud del Champ de Mars dando vueltas en la cabeza a todo tipo de pensamientos, Thénardier, la policía, el viaje y la dificultad de hacerse con un pasaporte.
Lo tenía preocupado todo lo dicho.
Y, de remate, un hecho inexplicable que acababa de llamarle la atención y todavía lo tenía alterado lo había puesto aún más alerta. La mañana de ese mismo día, cuando era el único que estaba levantado en la casa y paseaba por el jardín antes de que Cosette abriese sus postigos, vio de repente esta línea grabada en la pared, probablemente con un clavo: Calle de la Verrerie, 16.
Era algo muy reciente; las incisiones eran blancas en la argamasa antigua y negra; una mata de ortigas, al pie de la pared, tenía por encima un polvillo fino y reciente de yeso. Probablemente lo habían escrito durante la noche. ¿Qué era? ¿Unas señas? ¿Una señal para otras personas? ¿Un aviso para él? En cualquier caso, estaba claro que alguien había violado el jardín y que entraban en él desconocidos. Recordó los incidentes raros que habían causado alarma anteriormente en la casa. Caviló sobre ese bosquejo. Tuvo buen cuidado de no mencionarle a Cosette aquella línea de la pared por temor a asustarla.
En esas preocupaciones estaba cuando se dio cuenta, por una sombra que proyectaba el sol, de que alguien acababa de detenerse en la cresta de la pendiente, inmediatamente detrás de él. Iba a darse la vuelta cuando le cayó en las rodillas un papel doblado en cuatro, como si lo hubiera soltado una mano que estuviera por encima de su cabeza. Cogió el papel, lo desdobló y leyó esta palabra escrita a lápiz en legras grandes:
MÚDESE.
Jean Valjean se puso de pie con rapidez; ya no había nadie en la pendiente; buscó alrededor y divisó a alguien más alto que un niño, pero más bajo que un hombre, vestido con un blusón gris y un pantalón del color del polvo, que salvaba de una zancada el parapeto y se dejaba caer en el foso de Le Champ de Mars.
Jean Valjean regresó a casa en el acto, muy meditabundo.