Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro octavo
Delicias y desconsuelos
Cap I : Plena luz
El lector ya habrá comprendido que Éponine, tras reconocer, al otro lado de la verja, a la moradora de la calle de Plumet, donde la había mandado ir Magnon, apartó, de entrada, a los bandidos de esa calle de Plumet y, luego, llevó allí a Marius; y que, transcurridos unos cuantos días de éxtasis ante la verja, a Marius lo arrastró esa fuerza que impulsa al hierro hacia el imán y al enamorado hacia las piedras de que está construida la casa de la mujer amada y acabó por entrar en el jardín de Cosette igual que Romeo en el jardín de Julieta. E incluso le resultó más fácil que a Romeo, que tuvo que escalar una tapia. A Marius le bastó con forzar un tanto uno de los barrotes de la verja decrépita, que se movía en el alveolo oxidado, igual que los dientes de los ancianos. Marius era espigado y no le costó pasar por el hueco.
Como no había nadie nunca en la calle y, por lo demás, Marius sólo entraba en el jardín de noche, no corría el riesgo de que lo vieran.
A partir de aquella hora bendita y santa en que esas dos almas sellaron sus esponsales con un beso, Marius fue todas las noches. Si en aquel momento de su vida hubiese caído Cosette en el amor de un hombre poco escrupuloso y libertino, habría estado perdida; pues hay naturalezas generosas que se entregan, y Cosette era una de ellas. Una de las magnanimidades de la mujer es que cede. Al amor, cuando alcanza ese nivel en que es absoluto, lo enreda una especie de celestial ceguera del pudor. ¡Qué peligros corréis, ay, almas nobles! Nos dais en muchas ocasiones el corazón y nosotros cogemos el cuerpo. El corazón lo conserváis, y lo miráis, estremecidas, en la sombra. En el amor no hay término medio; o pierde, o salva. Todo el destino humano reside en ese dilema. Y dicho dilema, condena o salvación, no hay fatalidad que lo brinde de forma más inexorable que el amor. El amor es la vida, a menos que sea la muerte. Cuna; y también ataúd. El mismo sentimiento dice sí y no en el corazón humano. De cuanto hizo Dios, del corazón humano es de donde se desprende más luz y, ay, más tinieblas.
Quiso Dios que el amor que encontró Cosette fuera de los que salvan.
Mientras duró el mes de mayo de aquel año de 1832, hubo todas las noches en ese jardín humilde y salvaje, bajo aquella maleza cada día más fragante y más densa, dos seres que se componían de todas las castidades y todas las inocencias, que rebosaban de todas las dichas del cielo, más próximos a los arcángeles que a los hombres, puros, honestos, embriagados, radiantes, que resplandecían uno para otro en las tinieblas. Le parecía a Cosette que Marius llevaba una corona; y a Marius, que Cosette estaba en un nimbo. Se tocaban, se miraban, se cogían las manos, se acurrucaban uno contra otro; pero había una distancia que no franqueaban. No porque la respetasen, sino porque no sabían nada de ella. Marius notaba una barrera: la pureza de Cosette; y Cosette notaba un apoyo: la lealtad de Marius. El primer beso había sido también el último. A partir de entonces, Marius no había ido más allá de rozar con los labios la mano, o la pañoleta, o un rizo de Cosette. Cosette era para él un perfume, y no una mujer. Aspiraba su aroma. Ella no le negaba nada y él no le pedía nada. Cosette era feliz, y Marius estaba satisfecho. Vivían en ese arrebatador estado que puede decirse que es el deslumbramiento recíproco de dos almas. Era aquel primer abrazo inefable, en el ámbito de lo ideal, de dos virginidades. Dos cisnes que se encuentran en el Jungfrau.