Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro sexto

Gavroche

Cap II : En el que Gavroche el pequeño le saca partido a Napoleón el grande.

Por la primavera de París cruzan con frecuencia cierzos agrios y duros, que no es que lo dejen a uno helado, sino congelado; esos vientos que convierten en un desconsuelo los días más hermosos causan exactamente la misma impresión que las ráfagas de aire frío que entran en una habitación caldeada por las rendijas de una ventana o de una puerta mal cerrada. Es como si la oscura puerta del invierno se hubiese quedado entornada y entrase por ahí el viento. En la primavera de 1832, época en que se declaró en Europa la gran epidemia del presente siglo, esos vientos del norte eran más agrios y punzantes que nunca. La puerta entornada era aún más glacial que la del invierno. Era la puerta del sepulcro. Se notaba en esos cierzos la ráfaga del cólera.

Desde el punto de vista meteorológico, la particularidad de esos vientos fríos era que no descartaban una gran tensión eléctrica. Estallaron por entonces frecuentes tormentas acompañadas de relámpagos y truenos.

Una noche en que soplaban con fuerza esos vientos del norte, hasta tal punto que parecía que hubiera vuelto enero y que los ciudadanos acomodados habían vuelto a ponerse el abrigo, Gavroche, tiritando alegremente, como de costumbre, con sus harapos, estaba algo así como extasiado ante el comercio de un peluquero de las inmediaciones de L’Orme-Saint-Gervais. Iba ataviado con un chal femenino que a saber de dónde habría sacado y que había convertido en bufanda. Gavroche parecía estar admirando muchísimo una novia de cera, escotada y tocada con flores de azahar, que daba vueltas tras el cristal del escaparate, mostrando la sonrisa a los transeúntes entre dos quinqués; pero, en realidad estaba observando el establecimiento para ver si no podría «aliviar» de la muestra de géneros alguna barra de jabón que iría a venderle luego por cinco céntimos a un «peluquero» de los arrabales. Muchas veces era una barra así lo que le daba de almorzar. Llamaba a esa clase de trabajo, en el que era ducho, «rapar a los barberos».

Mientras contemplaba a la novia y miraba de reojo la barra de jabón, mascullaba entre dientes lo que sigue: «El martes. No, el martes no. ¿Fue el martes? A lo mejor fue el martes. Sí, el martes».

Nunca se ha podido saber a qué se refería este monólogo.

Si, por ventura, hubiera tenido que ver con la última vez que había cenado, de eso hacía ya tres días, porque era viernes.

El barbero, en su local, que calentaba una buena estufa, estaba afeitando a un cliente y echaba de vez en cuando una mirada de reojo a aquel enemigo, aquel golfillo aterido y descarado que tenía las dos manos metidas en los bolsillos, pero estaba claro que llevaba el ingenio desenvainado.

Mientras Gavroche le pasaba revista a la novia, al escaparate y las Windsor-soap, dos niños de estatura desigual, ropa bastante decente y aún más pequeños que él, pues el mayor aparentaba siete años y el otro cinco, abrieron con timidez el picaporte y entraron en el comercio a pedir a saber qué, limosna a lo mejor, con un susurro quejumbroso y que más parecía un gemido que una súplica. Hablaban ambos a la vez y no se les entendía lo que decían porque los sollozos le cortaban la voz al mayor y el pequeño daba diente con diente. El barbero se volvió, con expresión airada, y, sin soltar la navaja, empujando hacia atrás al mayor con la mano izquierda y al pequeño con la rodilla, los echó a la calle y volvió a cerrar la puerta al tiempo que decía:

—¡Mira que venir para nada con el frío que entra!

Los dos niños volvieron a echar a andar, llorando. En éstas llegó un nubarrón y empezó a llover.