Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro quinto
Cuyo final no tiene nada que ver con el principio
Cap V : Cosette después de la carta.
Mientras leía, Cosette iba cayendo poco a poco en una ensoñación. Cuando alzó los ojos de la última línea del cuaderno, el guapo oficial pasó triunfante ante la verja, pues era su hora habitual. A Cosette le pareció repulsivo.
Volvió a mirar el cuaderno. Estaba escrito con una letra preciosa, pensó Cosette; la misma mano, pero tintas diferentes, a veces muy negras y otras blanquecinas, como cuando añadimos tinta al tintero, es decir, en días diferentes. Eran pues los pensamientos de una mente que se había ido explayando allí, suspiro a suspiro, de forma irregular, sin orden, sin elección, sin objetivo, al azar. Cosette no había leído nunca algo así. Aquel manuscrito, donde veía aún más claridad que oscuridad, le parecía un santuario con la puerta entornada. Todas y cada una de esas líneas misteriosas le resplandecían ante los ojos y le inundaban el corazón con una luz extraña. La educación recibida le había hablado siempre del alma y nunca del amor; algo así como si alguien hablase del tizón y no de la llama. Aquel manuscrito de quince páginas le revelaba repentina y suavemente todo el amor, el amor, el destino, la vida, la eternidad, el principio, el fin. Era como si se hubiera abierto una mano y le hubiera arrojado de golpe un puñado de rayos de luz. Notaba en esas pocas líneas un carácter apasionado, ardiente, generoso, honrado; una voluntad sagrada; un dolor inmenso y una esperanza inmensa; un corazón angustiado; un éxtasis floreciente. ¿Qué era ese manuscrito? Una carta. Una carta sin señas, sin nombre, sin fecha, sin firma, acuciante y desinteresada; un enigma compuesto de verdades; un mensaje de amor escrito para que lo trajera un ángel y lo leyera una virgen; una cita más allá de la tierra; una nota amorosa de un fantasma a una sombra. Era un ausente sereno y agobiado que parecía dispuesto a buscar refugio en la muerte y enviaba a la ausente el secreto del destino, la llave de la vida y del amor. Aquello estaba escrito con un pie en la sepultura y con el dedo en el cielo. Aquellas líneas, que habían ido cayendo de una en una en el papel, eran algo que podría llamarse gotas de alma.
Ahora bien, ¿de quién podían venir estas páginas? ¿Quién podía haberlas escrito?
Cosette no titubeó ni un minuto. Sólo había un hombre posible.
¡Él!
Le había vuelto la luz al alma. Todo había desaparecido. Notaba una alegría inaudita y una honda angustia. ¡Era él! ¡Él, que le escribía! ¡Él, que estaba allí! ¡Él, que había metido el brazo por la verja! ¡Mientras ella lo olvidaba, él la había vuelto a encontrar! Pero ¿acaso lo había olvidado ella? ¡No, nunca! ¡Qué locura haberlo creído por un momento! Siempre lo había querido, siempre lo había adorado. El rescoldo había estado bajo la ceniza algún tiempo, pero ahora se daba cuenta de que así el fuego había ido a más y ahora volvía a arder con llamas altas y ella ardía en él. Aquel cuaderno era como una pavesa que había caído en su alma desde otra alma. Cosette notaba cómo se reanudaba el incendio. Calaban en ella todas las palabras del manuscrito. «¡Ay, sí! —decía—. Cuánto me suena todo esto. Es todo lo que ya le había leído en los ojos.»