Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro tercero
La casa de la calle de Plumet
Cap VIII : La cuerda de presos.
El más desdichado de los dos era Jean Valjean. La juventud, incluso en las penas, tiene siempre una claridad propia.
Había momentos en que Jean Valjean sufría tanto que se volvía pueril. Es propio del dolor sacar a flote al niño que hay en el hombre. Notaba que Cosette se le escapaba de forma invencible. Habría querido luchar, retenerla, entusiasmarla con algo externo y deslumbrante. Aquellas ideas, pueriles, como acabamos de decir, y, al tiempo, seniles, le proporcionaron, precisamente porque eran infantiles, una noción bastante exacta de la influencia de la pasamanería en la imaginación de las jóvenes. Una vez vio pasar por la calle a un general a caballo y con uniforme de gala, el conde Coutard, comandante de París. Sintió envidia de aquel hombre dorado; se dijo que sería una dicha poder ponerse esa guerrera, que era un objeto indiscutible; que si Cosette lo viera así, la deslumbraría; que cuando le diera el brazo a Cosette y pasase delante de la verja de Les Tuileries, le presentaría armas y que eso le bastaría a ella y le quitaría de la cabeza el mirar a los jóvenes.
Una sacudida inesperada vino a sumarse a esos pensamientos tristes.
En aquella vida aislada que llevaban, y desde que se habían ido a vivir a la calle de Plumet, tenían una costumbre. A veces iban a disfrutar de la excursión de ir a ver salir el sol, que es una clase de alegría dulce que conviene a quienes están entrando en la vida y a quienes están saliendo de ella.
Pasear al amanecer equivale para aquellos a quienes les gusta la soledad a pasear de noche, pero con el añadido del júbilo de la naturaleza. Las calles están desiertas y los pájaros cantan. Cosette, que era también un pájaro, gustaba de despertarse temprano. Aquellas salidas matutinas las preparaban la víspera. Él las proponía y ella las aceptaba. Lo organizaban como si fuera una conjura, salían antes de que fuera de día y todo ello era para Cosette una serie de dichas menudas. Excentricidades inocentes como ésas son del agrado de la juventud.
Jean Valjean tendía, como ya sabemos, a ir a sitios poco frecuentados, a rincones solitarios, a lugares de olvido. Había a la sazón por los aledaños de los portillos de París algo así como unos sembrados pobres, casi metidos en la ciudad, en los que crecía, en verano, un trigo encanijado y que, en otoño, tras la cosecha, no parecían segados, sino pelados. Jean Valjean sentía predilección por frecuentarlos. Cosette no sentía fastidio por ir a ellos. Para él, era soledad; para ella, era libertad. Allí volvía a ser niña, podía correr y casi jugar; se quitaba el sombrero, lo dejaba en las rodillas de Jean Valjean y hacía ramos. Miraba las mariposas en las flores, pero no las cogía; con el amor somos más mansos y nos conmovemos más, y la joven que lleva dentro un ideal trémulo y frágil se compadece del ala de la mariposa. Hacía guirnaldas de amapolas, que se ponía en la cabeza, y, al cruzar por ellas e impregnarlas el sol, eran para aquel lozano rostro sonrosado, al volverse rojas hasta ser llamas, una corona de ascuas.
Incluso después de habérseles entristecido la vida, habían conservado los dos aquella costumbre de los paseos madrugadores.