Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis
Libro tercero
La casa de la calle de Plumet
Cap IV : Cambio de verja.
Era como si aquel jardín, creado antaño para ocultar los misterios libertinos, se hubiera transformado y vuelto adecuado para cobijar los misterios castos. Ya no había ni bóvedas de ramas ni parterres de césped ni cenadores ni grutas; había una oscuridad espléndida y despeinada que caía como un velo por todas partes. Pafos había vuelto a ser el Edén. Algo parecido al arrepentimiento había saneado aquel retiro. Aquella florista brindaba ahora al alma sus ramos de flores. Ese jardín coqueto, tan comprometido hacía tiempo, había regresado a la virginidad y al pudor. Un presidente, con la ayuda de un jardinero, un individuo que creía ser la prolongación de Lamoignon y otro que creía ser la prolongación de Le Nôtre, habían trazado curvas, lo habían podado, metido mano, adornado, puesto en condiciones para el libertinaje; la naturaleza había vuelto a adueñarse de él, lo había llenado de sombra y lo había preparado para el amor.
Había también en aquella soledad un corazón a punto. Ya podía presentarse el amor; tenía allí un templo compuesto de frondas, de hierba, de musgo, de suspiros de pájaros, de tinieblas mansas, de ramas que se movían, y un alma hecha de dulzura, de fe, de candor, de esperanza, de aspiración y de ilusión.
Cosette había salido del convento siendo aún casi una niña; tenía algo más de catorce años y estaba en «la edad del pavo»; ya hemos dicho que, dejando aparte los ojos, era más fea que guapa; no tenía, sin embargo, ningún rasgo ingrato, pero era torpe, flaca, tímida y atrevida a la vez, una niña grande, por decirlo en pocas palabras.
Ya había concluido su educación; es decir, que le habían enseñado religión e incluso, y sobre todo, devoción; y además «historia», a saber, lo que llaman así en el convento, geografía, gramática, los participios, los reyes de Francia, algo de música, a dibujar una nariz, etc.; pero de lo demás lo ignoraba todo, lo cual puede resultar encantador, pero también es un peligro. Nunca debe dejarse a oscuras el alma de una joven; más adelante se dan en ella espejismos demasiado bruscos y demasiado violentos, igual que en una cámara negra. Hay que iluminarla con suavidad y discreción, y más con el reflejo de las realidades que con su luz directa y cruda. Penumbra útil y exquisitamente austera que disipa los temores pueriles e impide las caídas. Sólo el instinto materno, intuición admirable que se compone de los recuerdos de la virgen y de la experiencia de la mujer, sabe cómo y con qué hay que crear esa penumbra. Nada puede suplir ese instinto. Para formar el alma de una joven, todas las monjas del mundo no valen lo que una madre.
Cosette no tuvo madre. Sólo tuvo muchas madres, en plural.
En cuanto a Jean Valjean, llevaba dentro, efectivamente, todos los afectos a un tiempo, y todas las atenciones solícitas; pero no era sino un hombre viejo que no sabía nada de nada.
Ahora bien, en esa obra educativa, en ese asunto tan serio de la preparación de una mujer para la vida, ¡cuánta ciencia es necesaria para luchar contra esa tremenda ignorancia a la que damos el nombre de inocencia!