04.02.09 Los Miserables de Victor Hugo (4ra Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis – Libro segundo: Éponine – Cap 03 Mabeuf tiene una aparición)

Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro segundo

Éponine

Cap III : Mabeuf tiene una aparición.

Marius no iba ya a ver a nadie; sólo coincidía de vez en cuando con Mabeuf.

Mientras Marius bajaba despacio esos peldaños lúgubres que podríamos llamar las escaleras de los sótanos y llevan a lugares a oscuras desde los que oímos a las personas felices andar por el piso de arriba, el señor Mabeuf también iba bajando los suyos propios.

La Flora de Cauteretz no se vendía ni poco ni mucho. Los experimentos con el añil no habían tenido éxito en el jardincillo de Austerlitz, que no estaba bien orientado. El señor Mabeuf sólo podía cultivar en él unas cuantas plantas exóticas que gustaban de la humedad y la sombra. Sin embargo, no se desanimaba. Había conseguido en el Jardín Botánico un trozo de tierra bien orientado para realizar, «pagadas de su bolsillo», pruebas con el añil. Para ello había empeñado las planchas de cobre de su Flora en el Monte de Piedad. Había limitado el almuerzo a dos huevos, uno de los cuales era para su anciana criada, a la que llevaba quince meses sin pagar el sueldo. Y, con frecuencia, la única comida del día era el almuerzo. Ya no se reía con aquella risa suya infantil, se había vuelto huraño y había dejado de recibir visitas. Marius acertaba con no ir a verlo. A veces, a la hora en el que señor Mabeuf iba al Jardín Botánico, el anciano y el joven se cruzaban por el bulevar de L’Hôpital. No se dirigían la palabra y se hacían una seña melancólica con la cabeza. ¡Qué doloroso resulta que llegue un momento en que la miseria distancie! Antes, amigos; y ahora, dos transeúntes.

El librero Royol había muerto. El señor Mabeuf sólo tenía ya tratos con sus libros, con su jardín y con su añil: eran las tres formas que habían adoptado para él la dicha, el placer y la esperanza. Le bastaban para vivir. Se decía: «Cuando consiga mis bolas de añil, seré rico, desempeñaré las planchas de cobre, volveré a lanzar mi Flora con charlatanes, redobles de tambor y anuncios en los periódicos y compraré ya sé yo dónde un ejemplar del Arte de navegar de Pedro Medina con xilografías, edición de 1559». Mientras tanto, laboraba todo el día en su cuadrado de añiles y se volvía a su casa, al atardecer, para regar su jardín y leer sus libros. El señor Mabeuf andaba por entonces muy cerca de los ochenta años.

Una tarde, a última hora, tuvo una aparición muy singular.

Regresó a casa cuando aún era de día. La Plutarco, cuya salud iba empeorando, estaba enferma y en la cama. Él cenó un hueso donde quedaba un poco de carne y un trozo de pan que se encontró encima de la mesa de la cocina y se sentó en un mojón de piedra puesto del revés que le hacía las veces de banco en el jardín.

Cerca de ese banco había, como sucedía en los antiguos jardines de árboles frutales, una especie de cofre grande hecho de vigas y tablones, en muy mal estado, que era conejera en la parte de abajo y servía para guardar fruta en la parte de arriba. No había conejos en la conejera, pero quedaban unas cuantas manzanas en la parte de la fruta. Restos de la provisión para el invierno.