Divina comedia
Libro de Dante Alighieri
CANTO SEGUNDO
YA estaba el Sol tocando al horizonte, cuyo círculo meridiano cubre a Jerusalén con su punto más elevado; y ya la noche, formando un arco en oposición a él, salía fuera del Ganges con las Balanzas que se le caen de las manos cuando supera en extensión al día; de modo que allí, donde yo me encontraba, las blancas y sonrosadas mejillas de la bella Aurora, según iba creciendo, se tornaban de color de oro. Estábamos aún en la orilla del mar, como quien piensa en el camino que debe seguir, y anda con el deseo, sin que el cuerpo se mueva. Cuando he aquí que, así como, al amanecer, por efecto de los densos vapores, se ve a Marte enrojecido hacia Poniente sobre las aguas marinas, de igual modo me apareció—¡ojalá pudiese verla otra vez!—una luz, la cual venía tan rápidamente por el mar, que ningún vuelo sería comparable a su celeridad. Un solo momento aparté de ella la vista para interrogar a mi Guía, y al punto volví a verla mucho más voluminosa y brillante; distinguiendo luego a cada lado de la misma una cosa blanca, sin saber lo que era, debajo de la cual se descubría poco a poco otro objeto igualmente blanco. Aun no había pronunciado una palabra mi Maestro, cuando se vió que las primeras formas blancas eran alas; y entonces, habiendo conocido bien al gondolero, exclamó:
—Dobla, dobla pronto la rodilla: he aquí el ángel de Dios; une las manos: nunca verás semejantes ministros del Señor. Mira cómo desdeña los medios humanos, pues no necesita remo, ni otras velas que sus alas, entre tan apartadas orillas. Mira cómo las tiene elevadas hacia el cielo, agitando el aire con las eternas plumas, que no se mudan como el cabello de los mortales.
Cuanto más se acercaba a nosotros el ave divina, más brillante aparecía: por lo cual, no pudiendo resistir su resplandor mis ojos, los incliné; y aquél se dirigió hacia la orilla en un esquife airoso y ligero, que apenas se sumergía un poco en el agua. El celestial barquero estaba en la popa, y la bienaventuranza parecía estar escrita en su semblante. Más de cien espíritus, sentados en la barquilla, cantaban a coro: «In exitu Israel de Ægipto» y todo lo demás que sigue de este salmo. El ángel les hizo la señal de la santa cruz, a cuya señal se arrojaron todos a la playa, y él se alejó con la misma velocidad con que había venido. La turba que dejó allí parecía llena de estupor en tal sitio, mirando y remirando en torno suyo, como el que descubre cosas que no ha visto nunca. El Sol, que había arrojado con sus brillante saetas al signo de Capricornio del centro del cielo, irradiaba por todas partes el día, cuando los recién llegados alzaron la frente hacia nosotros, diciéndonos:
—Si lo sabéis, indicadnos el camino que conduce a la montaña.
Virgilio respondió:
—¿Por ventura creéis que conocemos este sitio? Somos aquí tan nuevos como vosotros, y hemos llegado a él poco antes por otro camino tan rudo y áspero, que el subir esta montaña será para nosotros ahora cosa de juego.
Las almas, que advirtieron, por mi respiración, que yo estaba aún vivo, palidecieron de asombro; y así como se agolpa la gente en derredor del mensajero coronado de olivo para oír sus noticias, sin temor de empujarse y pisarse unos a otros, así se agolparon en torno mío todas aquellas almas afortunadas, olvidando casi su deseo de ir a embellecerse. Vi una de ellas, que se adelantó para abrazarme con tales muestras de afecto, que me movió a hacer lo mismo con ella; pero, ¡oh sombras vanas, excepto para la vista! Tres veces quise rodearla con mis brazos, y otras tantas volvieron éstos a caer solos sobre mi pecho. Creo que la admiración debió pintarse en mi rostro; porque la sombra sonrió y se retiró; y yo, siguiéndola, continué avanzando. Me dijo con voz suave que me detuviese; conocí entonces quién era, y habiéndole rogado que se parase un momento para hablarme, respondióme: