La señora Bovary de Gustave Flaubert
Tercera parte.
Capítulo VII
Emma se portó de forma estoica cuando, al día siguiente, llegó el señor Hareng, el ujier judicial, con dos testigos, para levantar acta del embargo.
Empezaron por la consulta de Bovary y no apuntaron la cabeza frenológica, que consideraron herramienta profesional; pero, en la cocina, contaron las fuentes, las ollas, las sillas, los candeleros y, en el dormitorio, todas las chucherías de los estantes. Pasaron revista a los vestidos de Emma, a la ropa blanca, al cuarto de aseo; y su existencia, hasta en los recovecos más íntimos, quedó expuesta de arriba abajo, como un cadáver al que hacen la autopsia, a las miradas de aquellos tres hombres.
El señor Hareng, enfundado en un frac negro de tela fina y con corbata blanca y unos pantalones de trabillas muy tirantes, repetía de vez en cuando:
—¿Me permite, señora? ¿Me permite?
Lanzaba exclamaciones muchas veces:
—¡Qué precioso!… ¡Muy bonito!
Y seguía escribiendo, mojando la pluma en el tintero de cuerno que sujetaba con la mano izquierda.
Cuando acabaron con las habitaciones, subieron al desván.
Emma tenía allí un pupitre donde guardaba las cartas de Rodolphe. Tuvo que abrirlo.
—¡Ah, una correspondencia! —dijo el señor Hareng con sonrisa discreta—. Pero ¡permítame! Tengo que asegurarme de que no hay nada más en la caja.
E inclinó levemente los papeles como para que cayeran, de entre ellos, unos cuantos napoleones. Entonces Emma se indignó al ver cómo aquella manaza, de dedos encarnados y gruesos como babosas, tocaban esas páginas donde había latido su corazón.