La señora Bovary de Gustave Flaubert
Tercera parte.
Capítulo VI
En los viajes que hacía para verla, Léon cenó muchas veces en casa del boticario y pensó que la buena educación lo obligaba a invitarlo él.
—¡Con mucho gusto! —dijo el señor Homais—. Además tengo que remozarme un poco, porque aquí me estoy quedando anquilosado. ¡Iremos al teatro y al restaurante y haremos locuras!
—¡Ay, maridito! —susurró tiernamente la señora Homais, asustada ante los inconcretos peligros con los que se disponía él a enfrentarse.
—¿Qué pasa? ¿Te parece que no me perjudico bastante la salud viviendo entre las emanaciones continuas de la farmacia? Si es que las mujeres son así: tienen celos de la Ciencia y además se oponen a las más legítimas distracciones de uno. Da igual, cuente conmigo; uno de estos días me dejo caer por Ruán y nos gastamos juntos los cuartos.
El boticario se habría guardado en otro tiempo de usar una expresión así; pero ahora era dado al estilo desenfadado y parisino, que le parecía de muy buen gusto; e, igual que hacía su vecina, la señora Bovary, le preguntaba al pasante con curiosidad por las costumbres de la capital, e incluso decía palabras de jerga para deslumbrar… a los burgueses; llamaba «covacha» al dormitorio, «tomate» al desorden, «finústico» a lo elegante, «Breda-street» a la calle de Breda35 y decía «me largo» en vez de «me marcho».